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Thursday, August 10, 2017

Atila. Fantasía histórica

Basado en hechos reales.

Había pocas, muy pocas cosas con las que Libius Tacitus se amedrentaba, y esto lo tomaba a modo de orgullo personal. ¡Y vaya que había visto cosas! Había luchado del lado perdedor y sobrevivido a la conquista de Cártago doce años antes por parte de los 80,000 soldados Vándalos de Gaiseric. Fue entonces cuando decidió dedicarse al arte de la diplomacia y así poder influenciar el resultado de hechos históricos como aquel, sin tomar realmente parte en la batalla.  Que eso lo hagan los soldados dispuestos a sacrificar sus vidas por los ideales de sus generales.  No, lo suyo era mover las cosas detrás de los escenarios, como decían los griegos.
Muchos años transcurridos, lealtades traicionadas y enemigos comprados después, fue designado parte de la delegación enviada por el Emperador a evaluar la situación de la Galia tras el paso de las hordas de Atila, rey de los hunos. El panorama era devastador: la mayoría de las ciudades principales, saqueadas; aldeas quemadas y campos arrasados. Los invasores desollaron a quienes se resistieron, se llevaron a las mujeres y dejaron a los niños y ancianos para morir de hambre. La fama de Atila estaba más que justificada y así lo reportó a su regreso a Roma.
La noche anterior, Libius Tacitus apenas había logrado conciliar el sueño. No es que tuviera miedo. Más bien, era ese nerviosismo que lo invadía por saber que su vida y el futuro del Imperio se decidirían con la primera luz del amanecer. Como enviado del Papa León, había recibido el honor de escuchar la respuesta inicial de Atila a la oferta de no saquear Roma a cambio de un enorme tributo. Ahora, había llegado el momento. Un jinete lo esperaba a la entrada de su tienda para acompañarlo hasta la tienda más grande del campamento huno. Aún a pesar de ser considerado un bárbaro, era claro que Atila era un rey que respetaba el protocolo: el día anterior había mandado personalmente a Elac, uno de sus hijos, a recibir a la comitiva papal.  Después de una abundante cena de carne de caballo y leche de yegua fermentada, habían escoltado a cada uno de los cuatro embajadores a una tienda personal. Atila los recibiría en la mañana.
La seguridad con la que había salido de Roma hacia Mantua, donde acampaba el ejército invasor, se había evaporado. El Papa pensaba que un bárbaro como Atila se conformaría con un tributo simbólico; aun así, había triplicado su oferta inicial. Ahora, Libius Tacitus ya no estaba tan seguro de compartir la confianza de León Magno. Al acercarse a la tienda principal lo asaltaron los olores del campamento: caballo, estiércol, grasa, tierra, orines, mientras pensaba en la mejor manera de dirigirse al rey. Un gruñido incomprensible de su guía lo sacó de su ensimismamiento.  Se habían detenido frente a la tienda de Atila.  Libius Tacitus se enderezó, se sacudió la túnica y se preparó a ser presentado ante el rey de los hunos, cuando se dio cuenta de que se había manchado las sandalias. De hecho, estaba de pie sobre un charco. ¡Qué desagradables eran estos bárbaros, que podían orinarse en donde fuera! Con un gesto de desaprobación, dio un paso hacia atrás para sacudirse y, al hacerlo, chocó con su escolta, que presumía una sonrisa irónica, satisfecha. No lo miraba a los ojos, sino a unos soldados demasiado altos que hacían guardia a ambos lados de la entrada de la tienda. Cuando Libius Tacitus levantó con recelo la mirada para comprobar qué tenía tan complacido al salvaje jinete, le tomó más de un momento comprender lo que veía. No eran soldados gigantes lo que estaba frente a él, sino los estandartes de comando del ejército clavados en el suelo, cruzados, con las telas ondeando cual brazos, y las cabezas de los otros tres enviados del Papa clavadas arriba, en las puntas, con las bocas colgantes y los ojos muy abiertos.
Con una amplia sonrisa y un ademán exagerado de bienvenida, su escolta apartó la tela de la entrada de la tienda y le indicó con el brazo que pasara. Atila, rey de los hunos, estaba sentado a la mitad de sus aposentos, sobre un suelo cubierto de pieles, con una mirada fría y una espada ensangrentada clavada en el cofre del tributo que había llevado la comitiva papal. A su alrededor se encontraban los enormes consejeros del rey, también en silencio.
La tela de la entrada se cerró detrás de él.

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