El
19 de septiembre de 1985 fue el peor día de mi vida.
Mis
recuerdos de ese día están ligados a una lluvia muy fuerte de la noche
anterior. Fui a una papelería en la
calle de atrás, Querétaro, ya que en la de enfrente de la casa no tenían lo que
estaba buscando (algo para una tarea, no recuerdo qué). Tuve que esperar debajo de la lona de la
entrada de la papelería para regresar, ya que estaba cayendo una granizada
épica. Me acuerdo porque, algún tiempo después, leí que es frecuente que antes
de terremotos especialmente fuertes haya este tipo de clima. Ya en retrospectiva, no veo la razón de esto
y no lo he vuelto a encontrar, pero ayudó a fijar en mi cabeza hasta el olor de
esa noche lluviosa.
Al
día siguiente nos levantamos tarde, como nos pasaba de vez en cuando, más
frecuentemente de lo que a mi papá le hubiera gustado. Normalmente, el camión de la escuela pasaba
por nosotros (mis dos hermanos y yo) alrededor de las 7:10, y mi papá bajaba
con nosotros y llevaba a mi hermana al kínder.
A veces se nos hacía casi tarde y uno de nosotros se asomaba por la
ventana (vivíamos en el quinto y último piso de nuestro edificio) y le gritaba
al chofer del camión algo así como “¡Ahí vamoooos!” o “¡Vamos bajandooo!”,
mientras corríamos por las escaleras con las mochilas, para bajar así más
rápido que el lentísimo elevador que no siempre servía. Aquí está mi primera laguna. Yo tenía once
años y acababa de entrar a primero de secundaria, en una escuela nueva para mí,
muy grande, fría e impersonal, así que no podía ser que todavía me fuera en el
camión con mis hermanos, que seguían en primaria. Tal vez mi papá me llevaba en el mismo viaje
que a mi hermana, no lo sé. De lo que sí
me acuerdo es que nos levantamos tarde y nos dejó el camión. Pero no era raro.
Yo
ya había salido de bañarme y estaba terminando de vestirme cuando sentí que
empezó a temblar. Me faltaba todavía un
calcetín, pero me lo quedé en la mano mientras me paraba de la cama y salía del
cuarto. Antes, me gustaba cuando
temblaba. Era una sensación extraña, que
se moviera lo inamovible, se columpiaran las lámparas, te marearas un poco y al
día siguiente lo comentaras en la escuela.
Era divertido. Total, terminaba
rápido y a nadie le había pasado nunca nada, ¿cierto?
Así
que salí del cuarto todavía con una sonrisa, para ir a donde estaban mi hermano
Sergio y Mary, la esposa de mi papá, en la recámara de al lado. Yo traté de ir a la sala, a un par de metros
más allá, por unos cojines. Todo el
mundo sabe que lo que hay que hacer en esos casos es resguardarse debajo del
marco de la puerta o junto a una columna y cubrirse la cabeza con algo para
protegerse de lo que te pueda caer encima.
Pero no alcancé a llegar. Me
llamaron: “Rubén, ¿a dónde vas? ¡Ven acá!”
Cuando nos paramos debajo del marco de la puerta, ya estaba temblando
fuertísimo. Después, todo fue demasiado
rápido. Yo veía hacia afuera del cuarto,
hacia el comedor. La lámpara de vidrio
del techo se azotaba de un lado a otro, rompiéndose en pedazos. Y había, sobre todos los demás ruidos de
cosas cayendo y rompiéndose y de los gritos de miedo detrás de mí, un sonido
muy grave que retumbaba desde abajo, un crujido gigantesco. De repente, el piso del comedor se hundió con
un sonido ensordecedor y sentí que caía de frente con las manos extendidas, a
la vez que giraba a la izquierda y todo se ponía completamente gris y
oscuro. No grité, pero mientras caía,
pensé: “Esto es el fin,” e inmediatamente: “¡No, no puede ser el fin!”.
Después,
nada.
Aquí
está mi segunda laguna. Seguramente me desmayé
unos segundos, porque no recuerdo ningún golpe.
Olía a tierra de construcción y se oían las últimas notas de una cascada
de arena y pequeñas piedras, asentándose.
Estaba boca abajo y algo me aplastaba la cabeza y el hombro
derecho.
- ¡Mary, quítate de encima, me estás aplastando!
- ¡No puedo! ¡No puedo moverme!
Poco
después me di cuenta de que no era ella, sino que algo más grande y pesado nos
había caído encima, inmovilizándonos a ambos.
Tenía la mejilla izquierda contra el suelo y solo podía ver unos 10-20
centímetros del piso frente a mí. No
estábamos a oscuras, ya que se vía la luz del día. Podía doblar las rodillas y
mover los pies, el brazo izquierdo lo tenía atrapado debajo de mí, y el derecho
solo podía moverlo un poco a partir del codo.
Sergio estaba con nosotros y estaba libre, y le pedí que nos quitara eso
de encima. Lo intentó con su fuerza de
siete años, pero sentí que me aplastaba la cabeza en el intento y le grité que
dejara de hacerlo, que mejor pidiera ayuda.
- ¡Auxilio! ¡Estamos aquí! -gritaba hacia afuera de dondequiera que
estuviéramos.
De
vez en cuando caían piedritas, en lo que se asentaban los escombros arriba de
nosotros. Las sentía en la planta del
pie izquierdo, que era el que se había quedado sin calcetín.
Hablábamos
de que no podíamos movernos, de que había que pedir ayuda. A tientas, Mary me tomó la mano derecha, pero
yo tenía todo el dorso de la mano y los dedos raspados y me dolía, pero aun así
le apreté la suya. Cuando yo dejaba de
hablar, porque era difícil, ya que no podía abrir la boca, Sergio se espantaba
y decía: “¡No te mueras!” y yo trataba de contestarle algo para
tranquilizarlo. También trataba de
agitar los pies, para que alguien me viera.
Gesto inútil, ya que, aunque no sabía dónde estábamos, era claro que no
era al descubierto. ¿Qué más podía
hacer?
No
tengo noción de cuánto tiempo estuvimos ahí.
Fue poco, realmente. Pudieron
haber sido quince, treinta minutos. No
más de una hora. Empezamos a escuchar
gente afuera. Voces indistintas. Otras que decían un par de veces: “¡No
prendan un cerillo, o valemos madres!”
- ¡Auxilio! ¡Estamos aquí! ¡Ayúdennos! -gritaba Sergio.
- ¡Aquí hay alguien! -gritaron.
- ¡Sáquennos!
Se
escuchó que movían piedras pesadas.
- ¡Nos están tirando tierra! ¡Nos están
tirando tierra! -repetía y repetía Sergio.
Yo
no dejaba de mover los pies, para que vieran que estaba vivo. Me dolía la planta del pie cuando caían las
piedras. Mary me apretaba la mano y me ardía,
pero no la soltaba.
De
repente, se sintió que abrieron y entró más luz.
- ¡Aquí abajo!
¡Hay que levantar esto!
Quitaron
lo que sea que tuviera encima, pero no me pude levantar.
- ¡No me puedo mover! -dije. Sentí que me tomaron de los hombros y me
enderezaron. Mi cuello se sentía de goma
y vi a Mary, que levantaron al mismo tiempo.
A ella también le había caído eso en la cara y tenía una herida grande
del lado del ojo izquierdo, pero se veía aliviada.
- ¡Una camilla!
Nunca
vi a Sergio. Mucho menos a mi papá y a
mis otros hermanos. Sentí que me
acostaron en una puerta y me bajaron de una pila de escombros, aunque fue muy
poco lo que pude ver. Cuando llegamos al
nivel de calle alguien los detuvo para tomarme una foto, me metieron en la
parte de atrás de una camioneta, y me llevaron a la Cruz Roja de Polanco.
- ¿Estás bien? ¿Qué es lo que más te duele? ¿Cómo te llamas?
- El hombro derecho. Rubén Suárez, -o
algo así, porque después resultó que tenía rota la mandíbula y por eso no podía
mover la boca. Tampoco podía cerrar los
labios. Además de eso, tenía roto un
ligamento cervical. Y muchos golpes.
Estuve
varias horas en la Cruz Roja. Repetí
muchas veces mi nombre a todos los que me preguntaban.
- ¿Vienes del Nuevo León? -me preguntaban
también. Yo ni siquiera sabía dónde era
eso. Me inmovilizaron la mandíbula
amarrándome los dientes con alambres, y me dormí durante todo el proceso. En algún momento de la tarde alguien de mi
familia me encontró, aunque no recuerdo cuál de mis tíos fue. Me acuerdo que iba de cama en cama viendo los
nombres de sus ocupantes, porque yo estaba irreconocible, toda la cara
inflamada y con collarín. Después de un
rato, me trasladaron a otro hospital, al Mocel.
Fue ahí donde la noche siguiente me tocó el segundo temblor. La verdad, ni siquiera me espanté. ¿Para qué?
Mi tío Paco estaba conmigo, me tranquilizó y no se movió de mi
lado. Luego me contó que lo único que quería
era salir corriendo, pero se quedó.
Además, nadie baja del piso 8 a tiempo de escapar si el edificio se
cae. Ahora sé cuánto tiempo tienes antes
de que eso pase.
Mis
hermanos estaban bien, los tres.
Solamente tenían cortaduras y moretones.
Milagrosamente, diría, pero sigo sin creer que los milagros existan. Varios días después nos contaron que mi papá
había muerto ahí mismo. Que no nos
querían decir porque hubiera sido demasiado fuerte. Yo creo que eso me tocaba a mí
decidirlo. Nunca pude despedirme de él,
ni ir a su entierro. Hoy, eso me sigue
haciendo falta. Él se estaba bañando con
mis otros dos hermanos cuando todo pasó y parece que, de alguna forma, los
protegió cuando todo se vino abajo.
Todavía estuvo hablando con ellos en lo que los rescataban hasta que, de
repente, dejaron de oírlo.
Mary
todavía estuvo con nosotros algo así como un mes, pero un día, después de
cobrar unos seguros de vida de mi papá, se fue, así sin despedirse y nunca
volvimos a saber de ella. No la
culpo. La verdad, nadie quiere estar en
esas circunstancias a los 23 años con cuatro hijos ajenos. Además, ni siquiera vivimos juntos tanto
tiempo. Un año, tal vez.
Ahora,
cuando tiembla, ya no es divertido.
Tampoco salgo corriendo, en pánico.
Simplemente trato de estar tranquilo, aunque sean varias veces al día
las que detengo lo que estoy haciendo para ver si las cosas se mueven y está
temblando, o solo es mi imaginación.
Me
siento mal. Me causó mucha angustia
escribir todo esto a detalle. Nunca lo
había hecho, ni contado más que a pocas personas y a grandes rasgos. Pero hoy, a 33 años de eso, lo sentí especialmente
cercano, así que decidí ponerlo por escrito y compartirlo con todo aquel a
quien le interese. Dicen que hay que
sacar las cosas. Aunque sea 33 años
después.