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El peor día de mi vida

El 19 de septiembre de 1985 fue el peor día de mi vida. Mis recuerdos de ese día están ligados a una lluvia muy fuerte de la noche anter...

Friday, June 19, 2020

Escaleras

Un crujido.
Una casa de madera, típica norteamericana. Hay algunos tablones desgastados en las paredes que crujen con el viento y el sol, le falta un poco de pintura, pero en general está en buen estado. Si la casa fuera una persona, sería esa mamá cincuentona cuyos hijos ya crecieron y dejaron el nido y vive sola, en las afueras, a quien los vecinos acuden simplemente porque siempre ha estado ahí. A todos nos da cierta seguridad la permanencia ajena. Nos hace sentir que hay algo de qué enorgullecernos, aunque nunca haya estado ahí para nosotros.
Hay que bajar al sótano.
Se puede entrar a las escaleras por la parte de atrás, al otro extremo del pasillo que viene de la cocina, por la salida al patio trasero, donde alguna vez hubo un jardín para que los niños cultivaran sus propias verduras. Hoy, es solo tierra seca y polvo.
El cubo de las escaleras es de la misma madera que la casa y está iluminado por la luz natural de la ventana junto a la entrada. Abajo, en el sótano, hay un umbral a un pasillo gemelo al de arriba, y las escaleras bajan otro nivel. Poco frecuente, pero no inaudito en estas construcciones a las orillas de la ciudad. Más abajo, otro umbral a otro pasillo igual, pero sin luz. El cubo de las escaleras, con paredes de tablones de madera, está iluminado por una bombilla vieja, de luz amarillenta y débil, que envuelve todo en sombras pronunciadas y texturas exageradas. En el silencio, el viejo foco se queja con un zumbido eléctrico, amenazando con apagarse.
Un crujido.
Hay más escalones hacia abajo. Continúan uno, dos pisos, tal vez más. Los umbrales que son reflejo retorcido de los de arriba ahora abren a pasillos que van en diferentes direcciones a los de los niveles superiores, todos con piso y paredes de tablas viejas, y todos oscuros.
Sigues bajando. Una vuelta más de las escaleras y en el siguiente descanso ya no hay pasillo lateral. La única opción es descender. Los escalones son más altos, más angostos, y en un par de zancadas más se vuelve una escalera en espiral. Ahora hay que sujetarse del soporte central, a la izquierda, para no tropezar. Aun así, tus piernas ceden un par de veces, tambaleándose. Los pasillos están en intervalos no equivalentes a la distancia entre un piso y otro. Algunos te invitan tardíamente a elegirlos, sugiriendo techos altos y paredes angostas, otros están más arriba de lo que deberían para mantener la integridad de la estructura. El aire es seco, rancio, viejo; la luz que se filtra entre los tablones de los escalones de arriba es escasa y poco confiable. Si la luz pudiera dar la sensación de vieja y rancia, así la sentirías.
Tienes que seguir bajando. No estás seguro de qué pasaría si trataras de regresar. El peso de todos los pisos de arriba se siente denso en el aire sobre tus hombros, en un frágil equilibrio de casa de naipes, e igualmente a punto de derrumbarse sobre ti.
Un crujido.
La madera está demasiado seca y vieja y amenaza con desmoronarse bajo tus pasos. Con los pies hacia un lado, caminas lo más pegado posible a la columna central, que no es más que el punto donde se apilan los angostos extremos de todos los escalones. Inevitablemente, uno de ellos cede debajo de ti y caes con los pies por delante, con un tirón en el estómago y la desesperación de no tener de dónde asirte.
Caes dando tumbos, sin ver nada, la nariz inundada con el aroma de astillas secas, polvo y el rancio olor del pánico.
Caes hacia la oscuridad, hacia la desesperación, hacia el miedo.
Caes. Y mueres.
Todo queda en silencio.
Un crujido.
Despiertas.
La cama es dura, angosta. La luz de un día caluroso entra por la ventana sin cortinas y cae en tu cara. Abres los ojos, desorientado. Maldición. Otra vez te quedaste dormido. De un manotazo te quitas las sábanas, ásperas y delgadas, y te levantas de un golpe.
Sin apresurarte demasiado, caminas descalzo hasta la ventana, de mal humor y rogando que no sea muy tarde.
“¡Puta madre!” Te ves a ti mismo entrando por la puerta de atrás, justo debajo de tu ventana. Ni siquiera puedes abrirla y gritarte algo para detenerte, porque lleva años atascada, la madera del marco deformada por el sol.
Un crujido.
Ya empezó. Frustrado, golpeas con los puños cerrados el alféizar de la ventana. Maldita sea. Te gustaba este cuerpo, y tenías planes de conservarlo por un buen tiempo.
En fin. Era hora de preparar todo, otra vez.



Tuesday, May 5, 2020

Vicente

Vicente está ladrando. Se escucha desesperado, histérico. No pienso asomarme.
Antes de mudarte, deben informarte si en esa casa ha habido algún asesinato, ¿no? O algo sobrenatural. Es lo que dicen en la tele. He visto suficientes películas de asesinos seriales y de casas poseídas para declararme un cuasi experto en el tema. Las historias siempre tienen los mismos puntos en común: Se mudan, empiezan a pasar cosas que poco a poco son más y más notorias, nadie les cree, pasa algo horrible, investigan, descubren una tragedia pasada, los atacan abiertamente y descubren que: o regresó el villano anterior, o es alguien imitándolo. Al final, los sobrevivientes escapan y todo vuelve a comenzar.
A mí nadie me advirtió. Y menos que volverían a terminar lo que empezaron. Parece que no quieren a nadie en su antigua casa.
Todo estaba saliendo tan bien: terminé la maestría y no tenía otra responsabilidad más que mi nuevo trabajo, el gato y Vicente, lejos de los problemas de siempre. El proceso de reclutamiento fue relativamente sencillo: me contactaron a través de la bolsa de trabajo de la universidad y, antes de graduarme, ya había pasado la última entrevista. ¿Qué si estaría dispuesto a mudarme? ¡Claro que sí! No lo pensé dos veces. Después de tantos años soportando el tráfico, la contaminación, la inseguridad, sonaba a buena idea eso de alejarse de la ciudad.
Me explicaron que la compañía se dedica a desarrollar lentes y espejos de muy alta precisión para telescopios, hornos solares y proyectos militares. Como los equipos son muy susceptibles a los efectos de la contaminación, partículas suspendidas en el aire y vibraciones no deseadas, las instalaciones están muy alejadas de cualquier centro urbano grande y a una buena distancia de la autopista más cercana. Por mí, mejor. Siempre quise vivir en un lugar aislado de las multitudes, y toda mi vida fue un lujo poder disponer de tiempo y espacio suficientes. Ya no más. Ahora, tendría todo el que quisiera.

Encontrar una casa en renta resultó más sencillo de lo que esperaba. Había varias propiedades disponibles en la zona (al parecer, desocupadas por los empleados anteriores), así que pude elegir una de dos plantas, pequeña pero muy luminosa, con grandes ventanas que daban a un jardín trasero bastante amplio, a unos cien metros del vecino más cercano. El jardín era perfecto para que corriera Vicente, con una ladera que descendía hacia un arroyuelo que se adivinaba (y se escuchaba) más allá de la sombra de los árboles en la cañada.
El gato desapareció en cuanto llegamos. ¿Por qué “el gato”? No sé, nunca estuvimos muy cómodos el uno con el otro. Traté de nombrarlo un par de veces y así darle su lugar, pero con cada nombre con el que lo llamaba parecía que me odiaba un poco más. Así que mejor llegamos a un acuerdo tácito: yo le decía “el gato” y él me toleraría lo suficiente para permitirme servirle de comer, siempre y cuando lo dejara en paz.
Para cuando bajamos la última caja del camión, al anochecer, ya estaba extremadamente inquieto y maullaba lastimosamente. Se veía que se sentía especialmente miserable. Le serví comida y lo dejé salir de su transportadora, para que reconociera su nueva casa. Con un corto gruñido de protesta, corrió entre mis piernas y salió disparado hacia los arbustos. Era evidente que no le gustó nadita la mudanza. Ya regresará, pensé.
Parado en la entrada, viendo al gato desaparecer, me llegó un olor extraño. Parece que a Vicente también, porque empezó a ladrarle a todo, como si quisiera ahuyentar algo que estaba en todas direcciones. No sé cómo no me había dado cuenta antes, pero el lugar tenía un aroma peculiar. Como a aceite caliente y a café. No solo en la puerta; era como si esa fragancia permeara todo: la casa de madera, el pasto, la tierra, las piedras, el aire, las estrellas que empezaban a brillar. Nada desagradable, pero curioso, porque no había cerca alguna planta procesadora, fábrica de alimentos o algo parecido. Y ni siquiera había viento en ese momento.
Tranquilicé a Vicente rascándole detrás de las orejas y entramos a la casa. Los trabajadores de la mudanza habían hecho un buen trabajo desempacando y acomodando todo y solo dejaron unas cuatro o cinco cajas en la sala. Ya las abriría al día siguiente. Antes de subirme con Vicente a dormir, dejé una ventana de la cocina abierta para el gato, y ahí mismo puse su plato con comida. Nota mental: Ya solo olía a polvo, a la madera de la casa y a pintura nueva. Tal vez había sido algo en el río.

El gato nunca regresó.

El día siguiente fue domingo y aproveché para terminar de desempacar todo y acomodar mis libros y mis recuerdos. Dedicado siempre a mis estudios, había vivido pocas cosas emocionantes en mi vida, y se notaba: la foto de graduación, una foto con mi papá en el zoológico, un par de medallas de matemáticas, la portada enmarcada de la revista de la escuela donde me publicaron un artículo por primera vez, una alcancía roja de cabina telefónica del único viaje que hice a Londres, la foto del día que adopté a Vicente.
Por cierto, hacía un buen rato que no lo escuchaba. Salí a buscarlo por la puerta de atrás – la comida del gato estaba intacta – y lo llamé un par de veces. Bajé hacia la línea de árboles y lo encontré escarbando en la base del tronco seco de un… ¿olmo? ¿sauce? ¿haya? No sé. Nunca he podido distinguirlos. Todos los árboles son iguales. Pero ya no estaba rascando la tierra. Estaba quieto, agazapado, como cuando jugábamos y esperaba a que le aventara algo para salir corriendo a traerlo.
Lo alcancé y vi lo que desenterró: una figura de nuestra casa tallada en madera. Se veía antigua, porque la madera estaba muy gastada, los bordes redondeados y tierra húmeda en las ventanas. En cuanto la tomé, una sensación de vértigo me envolvió, junto con el olor de la noche anterior, abrumador, multiplicado miles de veces: aceite caliente, café, aire viejo, el sabor a moneda de cobre en la boca inundando mi garganta; los ojos y las manos los sentía calientes, muy calientes. El olor me inundaba, era demasiado, tan fuerte que no podía respirar, los árboles dieron vueltas a mi alrededor, me caía, me caía. Tuve un segundo de lucidez antes de desvanecerme, y mi reacción fue arrojar lejos de mí la figura que me quemaba, con todas mis fuerzas, hacia la cañada, a donde se escuchaba que corría el río. Todo a mi alrededor se oscureció, de modo que solo quedó en el centro un punto de luz cada vez más lejano, y me desmayé.
Cuando abrí los ojos, estaba boca abajo sobre la tierra removida. Tosí, escupí tierra y vi sangre en ella. Me había mordido la lengua antes de caer. Ya solamente olía a bosque, a humedad, a río, a árboles. Al levantarme, me di cuenta de que Vicente había escarbado en el centro de un círculo de unos tres metros de diámetro donde no había pasto, ni hierbas, ni nada. Solo un tronco muerto. Había leído sobre algo así alguna vez. Un círculo de hadas, creo. Se dan naturalmente en el bosque y traen muchas supersticiones. Dicen que lo mejor es alejarse de ellos y dejarlos como los encontraste. Mmmh… difícil a estas alturas.
Caminé a tropezones por la bajada hacia el río, buscando la figura de madera entre la escasa hierba con una desesperación creciente. Nunca he sido especialmente crédulo, pero, ¿para qué arriesgarse? Maldita sea. No estaba por ninguna parte. Debió caer en el agua y, si fue así, la corriente la arrastró a quién sabe dónde.
Ya no había nada más que hacer. Ojalá se tratara de supersticiones y que todo eso de la casita de juguete fuera solo cosa de niños, una anécdota de hace mucho tiempo y ya. Sonreí, nervioso. Vicente estaba demasiado dócil junto a mí, como regañado. Me arrodillé para que se sintiera seguro y dejé que su cercanía me tranquilizara a mí también.
Con mi brazo alrededor de su cabezota y rascándole debajo del cuello, traté de sonreír y no darle tanta importancia al asunto. Además, él me defendería de lo que fuera, ¿no?
Esa noche, regresaron.

No puedo decir mucho, principalmente por que no sé bien qué es lo que pasó, si es que realmente ocurrió algo. Recuerdo fragmentos, como en un sueño: anochecía cuando entré a la regadera para quitarme el olor a tierra húmeda. Vicente estaba inquieto. Daba vueltas alrededor de mi cama, olisqueando el aire. Me metí al chorro de agua caliente y sentí cómo el aroma a tierra brotaba de mi piel, flotando con el vapor a mi alrededor. La ventana del baño es pequeña y muy alta, así que solo me deja ver el cielo. La vi estremecerse con una ráfaga de aire y escuché rechinar la reja de la entrada. Vicente ladraba tímidamente. Creí escuchar algo abajo, en la cocina. Cerré la llave del agua para estar seguro y, en ese momento, todo se calló. Como si el sonido se hubiera ido del mundo. El viento, la reja, Vicente, la ventana, nada hacía ruido. Ni siquiera oía el agua escurrirse en ese plic, plic, plic, que normalmente llena esos momentos entre los silencios.
En ese momento, más que olerlo, sentí un olor a café recién hecho escurriéndose por los resquicios de la ventana cerrada. Entré en un pánico irracional. Abrí la cortina del baño de un manotazo, di una larga zancada para salir de la tina mientras me estiraba por la toalla... y todo se volvió de cabeza. Me golpeé en el pómulo izquierdo con algo sólido, escuché un crack cuando mi cara rebotó hacia atrás y el silencio nuevamente se llenó de ruido.
Me quedé tirado en el piso, desorientado y adolorido. Y entonces se me heló la sangre. Vi de reojo que Vicente entró por la puerta que dejé abierta y se sentó atento, la cabeza ladeada, mirando arriba, hacia la ventana.
No había nada ahí.
Me paralicé y contuve la respiración. Después de un largo, larguísimo momento de tensión, Vicente se levantó de golpe y se interpuso entre la ventana y yo, enseñando los colmillos, gruñendo. De pronto empezó a ladrar, y supongo que lo que sea que haya estado ahí se alejó – aparentemente.
La cara me palpitaba y punzaba dolorosamente, así que muy lentamente, revisando todas las esquinas y encendiendo todas las luces, bajé a la cocina por algo frío para que no se inflamara tanto. Vicente iba tranquilo a mi lado, como si nada hubiera pasado. Tal vez todo era culpa de mi descuido y mis nervios. Sí, seguro exageré mi reacción. Tomé una bolsa de verduras congeladas, me la puse en el ojo y subimos a dormir.
La ventana del baño estaba entreabierta.

Al día siguiente, no quise saber nada. Hablé a la oficina con cualquier pretexto, y no salimos en todo el día.
En cuanto la luz de la tarde envejeció, encendí todas las luces de la casa y me encerré con Vicente en mi habitación. Una de las razones por las que me decidí por la casa fue la vista desde esta ventana. Era muy bella desde ahí: el jardín rodeado por altos árboles frondosos (investigué en la mañana y eran principalmente pinos y olmos), las colinas que bajaban hasta la orilla del terreno mientras se doblaban y doblaban sobre sí mismas a la distancia. Antes de que los tonos dorados del atardecer se fundieran y se escurrieran entre las hojas de los árboles, cerré las persianas y encendí la tele para distraerme, dejándola en cualquier cosa que hiciera ruido. Era un talk show sin sentido, monótono y de política. Todos vestidos de negro, discutían acerca de las implicaciones del precio del petróleo sobre no-sé-qué, y era ligeramente interesante. Seguramente en otras circunstancias le hubiera puesto atención. Pero no esta vez.
Afuera ya estaba oscuro, tal vez más de lo normal. Una ráfaga de viento empezó a castigar las copas de los árboles.
Y entonces, regresaron.
El olor. Ese mismo aroma tan presente en todo, como si nunca se hubiera ido. Algo pesado se cayó en la cocina y sentí una explosión de adrenalina en el pecho, de miedo puro. Vicente se puso frenético y corrió hacia las escaleras. Yo, más por no quedarme solo y contra toda precaución, salí detrás de él, con la energía del momento.
Al llegar abajo me paralicé. La puerta de atrás estaba abierta.
Vicente salió disparado por la cocina, persiguiendo algo que… no sé. No quise ver qué era. Di media vuelta y prácticamente volé de vuelta hacia arriba. Cerré la puerta de mi cuarto de un golpe y le recargué la silla de mi escritorio. No la atranqué, simplemente la puse ahí, como si fuera suficiente para defenderme de lo que sea que venía por mí. Busqué rápidamente algo pesado. ¿Un libro? No, qué infantil. Arranqué del baño el tubo de aluminio para colgar la toalla, me aseguré que la ventana estuviera cerrada con seguro…
Y esperé.

No sé cuánto tiempo ha pasado. Solo unos instantes, tal vez. Ya no siento esa adrenalina, solo un pánico frío en el estómago y en las palmas de las manos. Me las limpio en el pantalón y vuelvo a sujetar el tubo con fuerza. Vicente está ladrando. Se escucha desesperado, histérico. No pienso asomarme.
Pienso en todo lo que ha pasado para llegar a esto, y honestamente no comprendo por qué. Podría irme un par de días a casa de alguien – pero no conozco a nadie por aquí – o a un hotel. Debe haber alguno por aquí, supongo. ¿Qué me dirán en la oficina? Divago un poco.
Ya no escucho ladridos. Discúlpame, Vicente. No supe cómo protegerte, mientras que tú lo hiciste hasta el último aliento.
¿Y el gato? ¿Dónde estará? No sé qué pasó, pero ya no está conmigo. ¿Fui tan mal dueño? Dicen que ellos saben cosas, que te protegen o algo así.
Me arriesgo a asomarme por el borde inferior de la ventana. La luz de abajo está apagada. ¡Maldita sea!
¿Qué fue eso? Algo crujió en las escaleras.
Creo que están en la puerta de mi recámara. Tengo mucho vértigo y un fuerte gusto a café quemado en la garganta. Curioso. A mí ni me gusta el café. Llevo como cinco años sin probar uno.
¿Qué hice mal? ¿Fue mi culpa?
Ya están aquí.




Monday, April 6, 2020

Batipensamientos

La verdad, no me queda nada claro cómo le hace Batman para eso de ir a combatir el crimen.
Sale de la baticueva, llega a Gotham... ¿y luego?
¿Dónde deja el Batimóvil? ¿En estacionamientos públicos? Si lo deja en la calle, todo el mundo publicaría sus selfies con él y no sería ninguna sorpresa para los criminales. Supongamos que, como es millonario, tiene estacionamientos cerrados por toda la ciudad y que NADIE lo ve entrar a alguno. Sí, claro. Además, ¿han visto que nunca le toca tráfico?
¿Cómo se desplaza ya en la ciudad? ¿En metro? ¿Uber? ¿Bicicleta? ¿Camina por la calle? En los cómics siempre lo vemos arriba de un edificio, vigilando. Pero nunca nos dicen cómo se subió ahí. Es ilógico pensar en que usa una cuerda para subir por afuera de cada rascacielos de cincuenta, sesenta, ochenta pisos. Me imagino que conoce a todos los porteros de la ciudad y todos guardan el secreto. Cuando ve un crimen desde el piso ochentésimo, ¿se baja por su cuerdita? ¿Se avienta? ¿Usa el elevador? ¿Y si está cerrada la puerta para entrar desde la azotea? ¿Qué tal que no es tan tarde y la gente apenas está terminando de trabajar? Sería algo así:

*Se abre la puerta del elevador. Entra Batman.
(voz cavernosa) - Buenas noches, permiso.
- Es propio. Sí cabemos.
- ¿Ya a descansar?
- Sí, ya es justo. Vámonos, que aquí espantan.
...
*30 segundos de silencios incómodos, todos mirando para cualquier otro lado, sin tener contacto visual. Hacen como que nadie lo ve.
...
...
...
* PLÍNNNN
- Bueno, buenas noches. Cómper.
- Buenas noches.
- Buenas noches.
- Buenas noches.
- Buenas noches.
- Que descanse.
*Sale corriendo.
- ¡TAXI!
(Claramente, uno de los compartimientos de su cinturón tiene que ser para dinero y la batitarjeta de crédito que nos enseñaron en alguna película).
¿Y qué pasa con los malos que atrapa? Él nunca se queda a testificar, porque seguramente se le iría toda la noche en eso. Además, tendría que revelar su identidad y firmar su declaración. No, no creo que eso suceda. Pero entonces no queda muy claro cómo los procesan. Hay delitos en los que, si no hay testigos, es muy difícil comprobar que sucedieron, como una riña callejera (pueden declarar que Batman fue quien los atacó), o el robo a una viejita de su perro o de su bolso (en el caso de que se lo haya regresado y ella no acuda a declarar). En los crímenes donde sí existe evidencia, como destrucción de propiedad privada o atraco a un banco, tendrían que depender de que los videos de las cámaras de seguridad fueran de buena calidad. Con razón hay tantos malandrines que quedan libres.
Y ni siquiera tocamos el tema de cuando los supervillanos tienen una “máquina ultra malvada de aniquilación global”, que resulta destruida en la pelea final. Naaah. Todo el asunto sonaría a historia para niños, así que el malo tendría que quedar libre. Total, no hizo nada malo que fuera comprobable.
Ahora, pasemos al olor del traje. Como es antibalas, es muy caliente y no tiene nada de ventilación. Los guantes, botas, capa y capucha solo empeoran las cosas. Después de toda la noche de estar corriendo, acechando, emboscando villanos, saltando, trepando edificios, peleando y esfumándose misteriosamente, queda empapado de sudor. Obviamente, apesta peor que unas calcetas de futbol que se quedaron toda la semana dentro de la maleta. Los villanos a los que se enfrenta tendrían la ventaja de olerlo llegar desde un par de minutos antes, si no fuera porque ellos siempre tienen algún traje similar y, bueno, nadie ha sabido de un supervillano especialmente pulcro. Así que sería fácil saber dónde ha habido una pelea entre el Caballero de la Noche y algún pillo, usando solamente el olfato.
Todos sabemos que el crimen no es como lo pintan. O algo así. Pero hablando de la lucha contra el crimen, definitivamente no es tan glamorosa como la vemos en las películas...

- Amo Bruce, ya se está quejando otra vez en su blog, ¿verdad?
- No, claro que no, Alfred. Estoy checando mis correos.
- Debería estar saliendo ya.
- …
- …
- …
- ¿No vio la batiseñal?
- … ¿Mjmmmh…?
- Dicen en Tuiter que otra vez es el Pingüino, con un plan ridículo de destrucción de la ciudad.
- Está bien, está bien. Ya vooooy.

¿PUBLICAR ENTRADA?

Mmmh… no. ¿Para qué? – pensó, poniéndose la capucha. Guácalas. Todavía estaba húmeda de anoche. Y ni pensar en el olor. Ahora, ¿dónde había puesto la cartera? Seguramente iba a necesitar para el taxi. El Pingüino nunca hacía sus fechorías cerca del centro de la ciudad.
En fin. Otro día, otro supervillano que derrotar.
Ya necesitaba unas vacaciones.

Wednesday, April 1, 2020

Estrella fugaz

- Oye, Mike, responde. Cambio.
Se tardó un par de segundos en contestar, como si supiera qué era lo que seguía, pero finalmente Mike rompió el silencio en el comunicador, con un: - Roger.
- Desde aquí se ve tu casa. Cambio.
Mike respondió con tono cansado, pero ligeramente divertido. - ¿Sabes que eso dejó de ser gracioso hace como tres semanas?
- Roger. Ja. Y sabes que no por eso voy a dejar de decirlo cada que salga a una caminata, ¿verdad? En fin, prosigo con la reparación. Cambio.
- Síguenos informando. ¿Cómo se ve desde allá afuera? Cambio.
- El daño que causó el satélite al salir no fue muy extenso. Dejó una línea a lo largo de la compuerta, pero todo se ve funcional. Voy a revisar el conector y tratar de averiguar por qué no se soltó a tiempo. Cambio.
- Recuerda que lo principal es volver a fijar la cámara externa, para que puedan evaluar qué tan factible es reemplazarlo. Cambio.
- Roger. Al parecer hay pocos escombros. Procedo a recolectarlos. Cambio.
- Roger. ¿Escucharon eso, Houston? Cambio.
- Eso coincide con nuestros datos. Infórmenos del estatus de la reparación conforme vaya avanzando. Y, chicos, ya no decimos “Roger” ni “Cambio” desde la última misión del Columbia. Ya no es necesario.
- Roger.
- Roger.
El astronauta sonrió y casi pudo escuchar la sonrisa de Mike y de allá en Houston, mientras contemplaba la magnificencia del orbe azul y blanco de la Tierra, que abarcaba casi todo su campo de visión. Definitivamente, la parte favorita de su trabajo, y a la que no creía llegar a acostumbrarse nunca. Un profundo respiro, una última mirada y se enfocó en lo suyo. No importa cuántas caminatas espaciales has hecho, todas son igualmente peligrosas, y más con la mente en otro lado.
Un último inventario rápido. Brazo izquierdo, control maestro de los propulsores en la espalda: 98% de carga. Brazo derecho, monitor de signos vitales: oxígeno al 95%. Las herramientas, sujetas con velcro en las piernas, cintura y pecho. Bien. Las manos siempre deben estar libres cuando te estás moviendo afuera de la estación. Venía la parte más peligrosa de esta caminata: acercarse a los escombros del pequeño satélite fallido. Eran pocos, y aparentemente, ninguno mayor de un metro. Todos flotaban en la zona del impacto, casi inmóviles en relación con la estación. El problema es el silencio. En la Tierra, en cuanto escuchamos que algo se acerca, o incluso si sentimos que “algo” no está bien, reaccionamos y evitamos el peligro. Ese algo puede ser una corriente de aire, una vibración, un ligero cambio en la temperatura, o un objeto grande que bloquea el sonido desde esa dirección. En el espacio no existe nada de eso. Estás solo con el sonido de tu respiración y nada que te advierta que la muerte está a un parpadeo de distancia.
Volteó a ver a Mike, que lo observaba desde la pequeña ventana y le hizo la señal con el pulgar de “Todo bien”. En fin, a trabajar.

El Capitán Mikhail Skvortsov le devolvió el saludo con el pulgar y lo observó detenerse un momento a contemplar la Tierra, antes de verlo encender los propulsores y salir lentamente del limitado campo de visión de su ventana en la cámara de descompresión. Seguiría su progreso por los monitores de las cámaras exteriores. Ayudándose con los brazos, Mike flotó hasta el módulo de control de la estación. Se angustió ligeramente cuando no pudo localizarlo en ninguna de las pantallas, pero recordó de inmediato que la cámara de esa zona había sido desprendida de su lugar con el choque y ahora apuntaba a la oscuridad del espacio.
- Ya no te veo. ¿Todo bien? Cambio.
- Todo bien. Estoy llegando a la cámara. Parece que… parece que… sí, solo se desprendió de su base. Un par de tornillos y listo. ¿Ya me ves? Cambio.
Mike vio la imagen de la cámara 4E dejar de apuntar al vacío y enfocar una cara sonriente, en su casco espacial.
- Roger. Te veo claramente. Ahora, a fijar la cámara, recoger el tiradero y de regreso por una cerveza. Cambio.
- Roger. ¿Sin gas? Cambio.
- Sin gas. Sabes bien que en microgravedad, el gas no es tu amigo. Cambio.
- Roger. No me estaba quejando. Acepto la cerveza. Dame unos cuarenta minutos. Cambio.
- Roger.
- Chicos.
- ¿Sí, Houston? Cambio.
- ¿En qué quedamos con lo de Roger y Cambio? No, ¿saben qué? Ya olvídenlo.
- Roger.
- Roger.
Se escucharon risas de todos los participantes. Siempre era bueno dejar salir la presión.

Cerró los ojos y dejó escapar toda su frustración en un alarido:
- ¡AAAARGHHHH!
Se quedó sin aire, respiró muy profundamente y volvió gritar, una y otra y otra vez, hasta que le dolió la garganta y solo quedó en sus oídos el eco de ese grito dentro de su casco espacial, su respiración jadeante y el ensordecedor retumbar de su corazón.
¿Cómo había podido ser tan descuidado? Sabía perfectamente que tenía que estar pendiente de su alrededor EN TODO MOMENTO.
- ¡AAAARGHHHH!
¡Estúpido! ¿Por qué no se había encargado de los escombros del satélite ANTES de utilizar herramientas? ¡IDIOTA!
Ni siquiera era tan urgente fijar la cámara. Hay prioridades, y la seguridad siempre es primero. Pero se veía tan fácil lo de la cámara, que se apresuró a tomar el taladro de la cinta de su pierna izquierda. Miró rápidamente alrededor por precaución, estiró el brazo, sujetó la cámara y comenzó a perforar para fijarla al fuselaje.
Nunca sintió el golpe. Más bien, como si alguien se le encimara en la espalda repentinamente. Reaccionó con reflejos producto de innumerables horas de entrenamiento, agachándose y absorbiendo el impacto. Aun así, se quedó sin aire. Lo último que vio antes de perder la conciencia fue la cámara 4E, suelta y apuntando nuevamente a la negrura del espacio.

Con una angustia que le dejaba un sabor metálico en la boca, vio a la estación espacial alejarse hacia arriba en cámara lenta, inalcanzable desde el primer segundo. En realidad, él era quien estaba cayendo. Tenía miedo, mucho miedo.
Lo intentó por décima vez. Nada. Los propulsores en su mochila nunca habían fallado antes, estaba seguro. Pero, ¿de qué le servía eso?
Bajó la vista, pero lo voluminoso de su traje espacial le impedía ver al causante de su desgracia. Levantó un poco los brazos. El taladro con el que había perforado el control de los propulsores, en su brazo izquierdo, seguía en sus manos, inútil ya. Además, el impacto en su espalda había dañado también la antena.
Todavía quedaba una última luz en ese vacío, y era que Mike se hubiera puesto el traje a tiempo. Era difícil, lo sabía, pero no imposible. Tendría que haberse dado cuenta justo en el momento, asumido lo peor y equipado lo más rápidamente posible. Aún con ayuda, ponerse el traje llevaba hasta 45 minutos. Después, tendría que adivinar la trayectoria en la que cayó tras el accidente para salir a buscarlo y confiar en que estuviera dentro del rango de combustible de los propulsores.
Solo quedaba esperar a ver a Mike llegar, antes de que se acabara el oxígeno en su traje. Estimaba que todavía tuviera unas seis horas para esto, y que no estuviera cayendo demasiado rápido, o empezaría a entrar en la atmósfera y se quemaría.
Así que tendría paciencia. Y fe en su amigo.
Esperó en silencio, con una plegaria en los labios.
Y esperó.
Y esperó.

Abajo, en un campo de arroz, el anciano se tomó un respiro de sus labores. Quitándose el sombrero, se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano. Estaba anocheciendo y era hora de regresar a casa, con su viejita. Levantó la vista, como buscando algo, esperanzado.  ¡Sí, ahí! Justo en ese momento, con un trazo largo y rápido: la primera estrella fugaz de la noche. El corazón se le llenó de paz. Había pocas cosas más románticas que eso. 
Qué bien.