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El peor día de mi vida

El 19 de septiembre de 1985 fue el peor día de mi vida. Mis recuerdos de ese día están ligados a una lluvia muy fuerte de la noche anter...

Friday, July 30, 2021

Trastes

Julio 2021

Tengo que lavar los trastes otra vez. Mierda. No quiero. Pero hay que hacerlo.

Le doy vueltas al asunto, pongo una película, veo las olimpiadas, una, dos, tres premiaciones, veo mi celular. De repente, ya es de madrugada y siguen ahí, impasibles y sucios.

Tengo que lavar los platos antes de subirme.

Y no quiero.

Alguien dijo que la vida es lo que pasa entre una y otra lavada de trastes. No era un famoso, pero no por eso es menos cierto. Y más en pandemia, cuando estás todo el día encerrado bajo el mismo techo con esos platos. Siempre están sucios, los lavas y lavas, aparecen más, los lavas otra vez, aquí hay más, va de nuevo, ajá, ya hay otros. Todos sabemos que nunca se acaban. Está bien, lo acepto.

Sí, sí, sí. Está chistoso cuando lo cuentas, pero ponte a lavar, rey.

Muchas veces los he dejado ahí. Sobre todo las ollas y sartenes. Es que qué flojera. Mejor luego lo hago. Es que están todos pegados. Es que ni están tan sucios. Pretextos hay más que vida. ¿Y al final? Se lavan y ya.

Pero estos de la madrugada (¿qué son? ¿dos, tres platos, una o dos tazas, un par de cubiertos?) realmente no los quiero lavar.

Ni siquiera quiero admitir el porqué de mi renuencia. Porque aceptarlo en voz alta, aunque no haya nadie que escuche, es... es... no sé. Una pequeña derrota, tal vez.

Así que me preparo.

Quito primero todos los que están en el escurridor, ya secos. Y a guardarlos en su lugar. Despacio, uno por uno, haciendo tiempo. Después, lavo los que están en la tarja. Todos. Hasta las ollas y sus tapas, la tabla para picar y el coso de madera ése donde se ponen los cucharones mientras cocinas para que no ensucien todo. Seguro tiene nombre. Bueno, ése también.

Sí, como sea.

Faltan los que están en la mesita de la cocina. Ni siquiera quiero voltear a verlos. Esos dos, tres platos. Una o dos tazas. Un par de cubiertos.

Sí, los que me dan miedo. 

Ya sé, ya lo dije. Como sea.

Me seco las manos. Le pongo cloro al vaso gigante donde va la fibra, y más jabón. Me pongo el cubrebocas, porque me di cuenta de que el agua que sale como regadera de la mezcladora salpica mucho cuando enjuagas los platos extendidos (platos llanos, como dice la hija, por una canción). No vaya a ser que me salpique a la cara y no me dé cuenta.

Ya no puedo posponerlo. Tengo miedo. Los tomo con cuidado de la mesa, para no tirar nada, y los pongo despacio en la tarja, con respeto. Los lavo concienzudamente, sin que se me pase un milímetro cuadrado sin jabón. Los tallo fuerte. 

Tengo miedo.

Los enjuago con cuidado, lentamente. Que no me salpique, por favor. Sé que el jabón y el cloro destruyen al bicho. Sé que con las precauciones adecuadas se minimiza el riesgo. Sé que estoy haciendo lo mejor que puedo. Pero también sé que ahí, frente a mí, esperando a que lo lave, está el virus. Y tengo miedo.

Ceremoniosamente, los pongo a escurrir aparte, en una toalla sobre la mesa.

Sin secarme las manos, voy al baño y me las lavo otra vez. Las seco a conciencia, mirando con recelo a la toalla tras volverla a colgar. Regreso a la cocina. Me las froto con gel con alcohol. Me quito el cubrebocas y respiro. Qué estrés.

Solo tengo una dosis de la vacuna, hasta ahora. Sé que no es suficiente, pero es lo que hay.

Sí, sí, estoy tomando "todas las medidas". Como sea. El riesgo sigue ahí. Es pequeño, lo sé, pero también muy real. Mañana por la noche, a repetirlo otra vez.

Y es que no me quiero morir, ¿sabes?

¿Se vale tener miedo?

Pinches trastes.

Wednesday, June 16, 2021

Mudanza

Cuando vivía con mis abuelitos y llegaba ya muy noche, en lugar de subir me quedaba en la cocina para ver qué preparar o recalentar para cenar. Invariablemente, mi abuelita escuchaba ruido y bajaba, con mucho cuidado, alternando sus pasos inseguros en los escalones: suavecito y lento, fuerte y rápido, suavecito y lento, fuerte y rápido. Ya le costaba trabajo.

- ¡Hola, m’hijito! ¿Ya llegaste? ¿Vas a cenar?

- ¡Hola! Sí, yo creo que voy a hacer…

- Hay jamón, queso, frijoles, tortillas, todavía hay guisado de carne, sopa, leche… ¡Ah!, te guardé pollo, o puedes hacerte unos bisteces, o…

- Está bien, está bien, yo veo que me preparo. ¡Gracias!

Y así era cada vez. Me recitaba todo lo que se le ocurría que podía querer alguien con hambre, y volvía a subirse a su cuarto a dormir. A veces yo la interrumpía jugando con un:

- Sí, ya sé, y hay jamón y platos y servilletas, y estufa y hielos y todo. Muchas gracias. Orita veo qué hago, no te preocupes.

Y no era que yo hiciera mucho ruido, simplemente que ella tenía oído biónico para esos casos.

Años después de que ella muriera, nos mudamos a esa misma casa. Bueno, no era la misma. Algo faltaba. Teníamos menos muebles, pero no era eso. No se sentía como si fuera el mismo lugar. Y es que las casas no son solo casas, sino una parte viva de quienes las habitan: son sus tristezas y sus risas, sus esperanzas y decepciones, sus “ahorita lo arreglo”, su polvo y sus cuadros, sus sonidos, aromas y recuerdos. Pero el encanto de regresar a donde viviste tanta vida estaba ahí, aunque había una sensación de no-pertenencia, de una casa incompleta. Tal vez fuera el fantasma de tener que pagar a tiempo las mensualidades -tan altísimas- que nos quedaron de la hipoteca lo que hacía que no pudiera relajarme en paz y sentirme tan en mi casa como quisiera. O tal vez era… no sé.

Otra vez llegué tarde, directamente a la cocina a ver qué había quedado de la comida. La puerta que daba al comedor, con una ventana con forma de cuchara, era muy grande, blanca y abatible para ambos lados, y casi siempre se dejaba abierta. Total, yo nunca hacía mucho ruido. Solo el sonido de las puertas de las alacenas al abrirlas y el del refri, ese zumbido permanentemente presente; además, era cuidadoso para que casi no chocaran los platos entre sí cuando tomaba uno. De todas formas, sabía que iba a bajar. Y sí, en un momento más se escuchó su cadencia de costumbre: suavecito y lento, fuerte y rápido, suavecito y lento, fuerte y rápido, bajando con cuidado por las escaleras. Vi sus pies bajando, zapatos cafés desgastados, el dobladillo de una falda larga y cómoda, con grandes cuadros cafés y negros. Y le di la espalda. Sabía que era un sueño, y que ella había muerto hace varios años. Sin embargo, ahí estaba yo, tan real como cada una de esas veces. Y ahí estaba ella, imposible de evitar. Justo antes de que empezara a decirme qué había para comer, di la vuelta y la abracé, sin verla a los ojos. Era muy pequeña y frágil, como siempre, y apenas me llegaba al pecho. No recuerdo mis palabras exactas, pero le di las gracias y le dije que yo iba a cuidar muy bien de la casa, que estuviera tranquila, que podía descansar. Ella guardó silencio, como si fuera lo que esperaba escuchar y sentí que justamente así se sentía, aliviada. La abracé unos segundos más, la solté despacito y me volteé nuevamente. No quise verla a la cara. Me bastaba saber que era ella y que estaba ahí, conmigo. Tan solo oí cómo volvió a subir, despacito, con un paso tal vez un poco más ligero que el de antes. Nunca dijo nada.

Y entonces, desperté.

Nunca recuerdo mis sueños y, aun así, tengo éste grabado indeleblemente en la memoria, ahí a la vuelta de donde están todas las cosas importantes.

 

Una de las primeras cosas que hice al mudarme de vuelta a la casa que -durante tantos años- fue de mis abuelitos fue apoyar amorosamente la mano en una de sus columnas y decir, muy bajito: “La voy a cuidar muy bien. Gracias por todo.” Y en general, así fue durante cinco años. No sé si me escuchó; solo supe que era lo que tenía que hacer.

Cinco años después, vendimos la casa. No fue la primera opción, pero resultó ser la mejor. Y atrás se quedó una parte importante, pero no la única ni, mucho menos, la que te define.

Llegó la mudanza, se fueron todos los muebles y una sucesión interminable de cajas y recuerdos empacados: los libros, juegos de mesa, cuadros, plantitas, fotos, juguetes, desveladas, fiestas de karaoke, olores de cocina, cumpleaños con tacos de canasta, estrenar juguetes en día de reyes, noches con los amigos, tantas y tantas primeras veces.

Solamente quedaba una caja por cargar; entre el voy y vengo y revisar que no falte nada y cerrarle al gas y checar que las luces estén apagadas, por un instante me quedé solo en el comedor. Respiré lentamente y sentí una tranquilidad especial, frente a la incertidumbre que todo nuevo comenzar trae consigo. Puse la mano en la columna. “Gracias por tanto y por todo. La cuidamos bien, ¿verdad?” -muy quedito, para que solo escucháramos yo y quien tuviera que oírlo.

Levanté la última caja y salí por la puerta de la cocina sin mirar atrás. Me alejé en paz.

Cuando te mudas de una casa dejas parte de ti en ella. Pero la que te llevas, ésa que te dice que la vida continúa a pesar de todo y que te hace levantarte todos los días, ésa que te muestra que hay una vida por delante, te acompañará a donde vayas.

Comper. Es hora de crear nuevos recuerdos.