- ¿Y si me muero? -me preguntó,
cansada, con el dorso de ambas manos sobre la frente. Estábamos acostados en su
cama, sobre las cobijas, en la casa nueva. Su recámara era bastante fresca. Era
temprano todavía, en la tarde de un día soleado y acabábamos de llegar de algún
lugar, acalorados.
No contesté. Solo me quedé ahí,
acompañándola. No supe qué decir. Nunca me había puesto a considerar qué tan
grave era lo que ella tenía – y nunca lo supe bien, hasta tres meses después,
cuando murió. Fue de las primeras veces que la vi vulnerable, temerosa. A sus
veintisiete años, era la mujer más fuerte del universo.
Yo tenía siete años, el mayor de
cuatro hermanos.
No tengo muchos recuerdos de
ella. Uno pensaría que sí, que tenía la edad suficiente para acordarme de
tantas cosas, pero son pocas, realmente.
Como la vez que fuimos al mercado.
Eso era algo frecuente, pero esa ocasión en particular es la más nítida en mi
mente. Yo tenía cinco o seis años y vivíamos a unas cinco cuadras del mercado.
Tengo la postal en la memoria de nosotros dos, regresando de comprar; ella,
cargando la bolsa del mandado y yo, vestido de overol, abrazando una sandía
enorme, sonriendo y caminando en la banqueta, junto a una barda blanca.
O como cuando íbamos a las
tortillas y siempre me daba mi tortilla calientita con sal y limón. El limón es
el ingrediente mágico en esa receta, ¿saben? Me lo enseñó mi mamá.
O cuando tenía pesadillas. Había
unas recurrentes que, ahora que lo pienso, me duraron varios años. Eran
pesadillas de sentimientos, de angustia, de algo enorme y creciente que me
abrumaba físicamente a un ritmo de réquiem y siempre me despertaba en el
momento en que esa oscuridad me envolvía. Ella se detenía en sus quehaceres y me
preguntaba qué había soñado. Y yo no le podía contestar. A la fecha, todavía no
las podría expresar en palabras. Pero me abrazaba brevemente hasta tranquilizarme, antes de regresar
a lo que estaba haciendo. Eso me ayudaba.
O la vez que hice un papalote
de cartulina, sin esqueleto de palitos porque nadie me había enseñado que eran
necesarios. Lo coloreé, le amarré un estambre naranja y bajé al estacionamiento
para hacer que volara. Le di como un metro de cuerda y corrí y corrí y corrí y
corrí… y me caí. El piso estaba de bajada y yo volteé a ver mi papalote detrás
de mí (que nunca voló), y la conclusión fue que me raspé la rodilla. Lloré mucho y mi mamá me
curó (¿no será esa la cicatriz que tengo en la rodilla izquierda? Tal vez. No
tengo idea de dónde salió).
O todas las veces que me recogía
de la escuela. A veces se le hacía tarde y yo la esperaba, sentadito en la
banqueta y recargado en la pared. Cuando no llegaba y me había sobrado cambio
del recreo, me cruzaba la calle y le hablaba del teléfono de la esquina. En ese
entonces, costaba veinte centavos. Finalmente llegaba en su camioneta Fairmont
café, se paraba enfrente, sin estacionarse, y yo me subía del lado del copiloto.
O cuando, más pequeño, aprendí a
la mala que uno no debe de pararse en el excusado, no importa la razón. Fue la
primera vez que me descalabré y ella, toda asustada, me puso mis vendoletes en
la cabeza.
Como dije, mi mamá era la más
fuerte del universo. Y así fue hasta un poco después de que nació mi hermana
Katya, la más pequeña.
Entonces se empezó a enfermar. Recuerdo
un par de veces que la acompañamos al hospital para lo que, ahora sé, eran
radioterapias. La verdad, no me acuerdo si me explicaron qué tenía. Tal vez no
creían que yo entendiera bien qué era el cáncer, o por qué había sido tan
agresivo, o por qué no se lo habían detectado antes. No lo sé. Pero pasaba cada
vez más tiempo en el hospital. Cuando Katya e Iván cumplieron uno y cinco años,
su fiesta fue en el hospital - era una sola fiesta, porque cumplen con dos días de diferencia. Mi papá nos metió de contrabando (o eso siempre
creí) a los cuatro al mismo tiempo, junto con un pastel redondo con un tren hecho
de betún. Ella sonreía mucho, pero se veía tan cansada.
Después salió del hospital, nos
cambiamos de casa y parecía que todo iba mejor.
¿Ustedes habrían podido contestarle
a su mamá cuando, con angustia, les decía que se podía morir? Yo no pude.
En diciembre, el día después de
Navidad, estábamos en casa de Abue cuando mi papá nos llamó (estaba en el
hospital, cuidando a mi mamá) y nos preguntó si queríamos ir a un parque nuevo
que todavía no abrían. Y nos llevaron a Reino Aventura. La mitad de los juegos
todavía no funcionaban, estaba casi vacío, pero la pasamos increíble.
Al día siguiente, temprano, nos llevaron
a un parque que está en Félix Cuevas y Gabriel Mancera. No pudimos jugar
porque, apenas llegando, nos alcanzó mi papá. Venía desde el otro lado de la
avenida, traía su chaqueta de piel con forro de borrega – la que más recuerdo –
y se veía muy triste. Nos llamó a los cuatro y se hincó junto a nosotros, una
rodilla en piso de adoquines.
- ¿Se acuerdan que su mamá
estaba enferma? -hizo una pausa y tomó aire. - Pues se puso mal. Y se murió.
Mis hermanos no entendían bien
qué pasaba. Mientras escribo esto no imagino la fuerza que tuvo que tener en
ese momento. Nos tomó de la mano y nos llevó a Gayosso, de donde lo único que
recuerdo es la seriedad de todos ahí y que nos llevó directo al ataúd a verla.
Ahí estaba, igual de bonita que
siempre, con una rosa en el pecho y su blusa favorita, una verde muy clarito,
satinada y con unas flores bordadas en un semicírculo debajo del cuello. Sabía
que era la última vez que la vería. Creo que no lloré. Solo la vi y fui fuerte,
a mis ocho años.
Después, en el panteón, tampoco
lloré. En algún momento de los días que siguieron, mi papá habló conmigo y me
dijo que tenía que ser fuerte por mis hermanos.
No siempre maduramos cuando
debemos hacerlo. Puede ser que la necesidad de madurez nos llegue de golpe y le
hagamos caso. Pero, al mismo tiempo, algunos nunca maduramos en esta vida. No
son conceptos opuestos. Y está bien.
A veces me dicen que soy fuerte.
Pero no. Solo soy quien me tocó ser. En la vida tomamos muchas decisiones.
Afortunado es quien puede decir que tomó las que lo llevaron a donde quiso
llegar, hayan sido correctas o no. Yo digo que es igual de afortunado quien
tuvo la opción de tomarlas. Y, si se equivocó en el camino, aun así aprendió.
Pero no haber podido tomarlas, ya
sea porque alguien lo hizo por ti o porque simplemente, la vida se entrometió,
apesta.
Entonces, no tienes que ser fuerte.
Sé quien eres, ni más ni menos.
Y está bien.