Un crujido.
Una casa de madera, típica
norteamericana. Hay algunos tablones desgastados en las paredes que crujen con
el viento y el sol, le falta un poco de pintura, pero en general está en buen
estado. Si la casa fuera una persona, sería esa mamá cincuentona cuyos hijos ya
crecieron y dejaron el nido y vive sola, en las afueras, a quien los
vecinos acuden simplemente porque siempre ha estado ahí. A todos nos da cierta
seguridad la permanencia ajena. Nos hace sentir que hay algo de qué
enorgullecernos, aunque nunca haya estado ahí para nosotros.
Hay que bajar al sótano.
Se puede entrar a las escaleras
por la parte de atrás, al otro extremo del pasillo que viene de la cocina, por
la salida al patio trasero, donde alguna vez hubo un jardín para que los niños
cultivaran sus propias verduras. Hoy, es solo tierra seca y polvo.
El cubo de las escaleras es de la
misma madera que la casa y está iluminado por la luz natural de la ventana
junto a la entrada. Abajo, en el sótano, hay un umbral a un pasillo gemelo al
de arriba, y las escaleras bajan otro nivel. Poco frecuente, pero no inaudito
en estas construcciones a las orillas de la ciudad. Más abajo, otro umbral a
otro pasillo igual, pero sin luz. El cubo de las escaleras, con paredes de
tablones de madera, está iluminado por una bombilla vieja, de luz amarillenta y
débil, que envuelve todo en sombras pronunciadas y texturas exageradas. En el
silencio, el viejo foco se queja con un zumbido eléctrico, amenazando con apagarse.
Un crujido.
Hay más escalones hacia abajo. Continúan
uno, dos pisos, tal vez más. Los umbrales que son reflejo retorcido de los de arriba ahora abren a
pasillos que van en diferentes direcciones a los de los niveles superiores, todos con piso y
paredes de tablas viejas, y todos oscuros.
Sigues bajando. Una vuelta más de
las escaleras y en el siguiente descanso ya no hay pasillo lateral. La única
opción es descender. Los escalones son más altos, más angostos, y en un par de
zancadas más se vuelve una escalera en espiral. Ahora hay que sujetarse del soporte
central, a la izquierda, para no tropezar. Aun así, tus piernas ceden un par de
veces, tambaleándose. Los pasillos están en intervalos no equivalentes a la
distancia entre un piso y otro. Algunos te invitan tardíamente a elegirlos,
sugiriendo techos altos y paredes angostas, otros están más arriba de lo que
deberían para mantener la integridad de la estructura. El aire es seco, rancio,
viejo; la luz que se filtra entre los tablones de los escalones de arriba es
escasa y poco confiable. Si la luz pudiera dar la sensación de vieja y rancia,
así la sentirías.
Tienes que seguir bajando. No
estás seguro de qué pasaría si trataras de regresar. El peso de todos los pisos
de arriba se siente denso en el aire sobre tus hombros, en un frágil equilibrio
de casa de naipes, e igualmente a punto de derrumbarse sobre ti.
Un crujido.
La madera está demasiado seca y
vieja y amenaza con desmoronarse bajo tus pasos. Con los pies hacia un lado, caminas
lo más pegado posible a la columna central, que no es más que el punto donde se
apilan los angostos extremos de todos los escalones. Inevitablemente, uno de
ellos cede debajo de ti y caes con los pies por delante, con un tirón en el
estómago y la desesperación de no tener de dónde asirte.
Caes dando tumbos, sin ver nada,
la nariz inundada con el aroma de astillas secas, polvo y el rancio olor del pánico.
Caes hacia la oscuridad, hacia la
desesperación, hacia el miedo.
Caes. Y mueres.
Todo queda en silencio.
Un crujido.
Despiertas.
La cama es dura, angosta. La luz
de un día caluroso entra por la ventana sin cortinas y cae en tu cara. Abres
los ojos, desorientado. Maldición. Otra vez te quedaste dormido. De un manotazo
te quitas las sábanas, ásperas y delgadas, y te levantas de un golpe.
Sin apresurarte demasiado,
caminas descalzo hasta la ventana, de mal humor y rogando que no sea muy tarde.
“¡Puta madre!” Te ves a ti mismo
entrando por la puerta de atrás, justo debajo de tu ventana. Ni siquiera puedes
abrirla y gritarte algo para detenerte, porque lleva años atascada, la madera
del marco deformada por el sol.
Un crujido.
Ya empezó. Frustrado, golpeas con
los puños cerrados el alféizar de la ventana. Maldita sea. Te gustaba este
cuerpo, y tenías planes de conservarlo por un buen tiempo.
En fin. Era hora de preparar
todo, otra vez.