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El peor día de mi vida

El 19 de septiembre de 1985 fue el peor día de mi vida. Mis recuerdos de ese día están ligados a una lluvia muy fuerte de la noche anter...

Wednesday, June 16, 2021

Mudanza

Cuando vivía con mis abuelitos y llegaba ya muy noche, en lugar de subir me quedaba en la cocina para ver qué preparar o recalentar para cenar. Invariablemente, mi abuelita escuchaba ruido y bajaba, con mucho cuidado, alternando sus pasos inseguros en los escalones: suavecito y lento, fuerte y rápido, suavecito y lento, fuerte y rápido. Ya le costaba trabajo.

- ¡Hola, m’hijito! ¿Ya llegaste? ¿Vas a cenar?

- ¡Hola! Sí, yo creo que voy a hacer…

- Hay jamón, queso, frijoles, tortillas, todavía hay guisado de carne, sopa, leche… ¡Ah!, te guardé pollo, o puedes hacerte unos bisteces, o…

- Está bien, está bien, yo veo que me preparo. ¡Gracias!

Y así era cada vez. Me recitaba todo lo que se le ocurría que podía querer alguien con hambre, y volvía a subirse a su cuarto a dormir. A veces yo la interrumpía jugando con un:

- Sí, ya sé, y hay jamón y platos y servilletas, y estufa y hielos y todo. Muchas gracias. Orita veo qué hago, no te preocupes.

Y no era que yo hiciera mucho ruido, simplemente que ella tenía oído biónico para esos casos.

Años después de que ella muriera, nos mudamos a esa misma casa. Bueno, no era la misma. Algo faltaba. Teníamos menos muebles, pero no era eso. No se sentía como si fuera el mismo lugar. Y es que las casas no son solo casas, sino una parte viva de quienes las habitan: son sus tristezas y sus risas, sus esperanzas y decepciones, sus “ahorita lo arreglo”, su polvo y sus cuadros, sus sonidos, aromas y recuerdos. Pero el encanto de regresar a donde viviste tanta vida estaba ahí, aunque había una sensación de no-pertenencia, de una casa incompleta. Tal vez fuera el fantasma de tener que pagar a tiempo las mensualidades -tan altísimas- que nos quedaron de la hipoteca lo que hacía que no pudiera relajarme en paz y sentirme tan en mi casa como quisiera. O tal vez era… no sé.

Otra vez llegué tarde, directamente a la cocina a ver qué había quedado de la comida. La puerta que daba al comedor, con una ventana con forma de cuchara, era muy grande, blanca y abatible para ambos lados, y casi siempre se dejaba abierta. Total, yo nunca hacía mucho ruido. Solo el sonido de las puertas de las alacenas al abrirlas y el del refri, ese zumbido permanentemente presente; además, era cuidadoso para que casi no chocaran los platos entre sí cuando tomaba uno. De todas formas, sabía que iba a bajar. Y sí, en un momento más se escuchó su cadencia de costumbre: suavecito y lento, fuerte y rápido, suavecito y lento, fuerte y rápido, bajando con cuidado por las escaleras. Vi sus pies bajando, zapatos cafés desgastados, el dobladillo de una falda larga y cómoda, con grandes cuadros cafés y negros. Y le di la espalda. Sabía que era un sueño, y que ella había muerto hace varios años. Sin embargo, ahí estaba yo, tan real como cada una de esas veces. Y ahí estaba ella, imposible de evitar. Justo antes de que empezara a decirme qué había para comer, di la vuelta y la abracé, sin verla a los ojos. Era muy pequeña y frágil, como siempre, y apenas me llegaba al pecho. No recuerdo mis palabras exactas, pero le di las gracias y le dije que yo iba a cuidar muy bien de la casa, que estuviera tranquila, que podía descansar. Ella guardó silencio, como si fuera lo que esperaba escuchar y sentí que justamente así se sentía, aliviada. La abracé unos segundos más, la solté despacito y me volteé nuevamente. No quise verla a la cara. Me bastaba saber que era ella y que estaba ahí, conmigo. Tan solo oí cómo volvió a subir, despacito, con un paso tal vez un poco más ligero que el de antes. Nunca dijo nada.

Y entonces, desperté.

Nunca recuerdo mis sueños y, aun así, tengo éste grabado indeleblemente en la memoria, ahí a la vuelta de donde están todas las cosas importantes.

 

Una de las primeras cosas que hice al mudarme de vuelta a la casa que -durante tantos años- fue de mis abuelitos fue apoyar amorosamente la mano en una de sus columnas y decir, muy bajito: “La voy a cuidar muy bien. Gracias por todo.” Y en general, así fue durante cinco años. No sé si me escuchó; solo supe que era lo que tenía que hacer.

Cinco años después, vendimos la casa. No fue la primera opción, pero resultó ser la mejor. Y atrás se quedó una parte importante, pero no la única ni, mucho menos, la que te define.

Llegó la mudanza, se fueron todos los muebles y una sucesión interminable de cajas y recuerdos empacados: los libros, juegos de mesa, cuadros, plantitas, fotos, juguetes, desveladas, fiestas de karaoke, olores de cocina, cumpleaños con tacos de canasta, estrenar juguetes en día de reyes, noches con los amigos, tantas y tantas primeras veces.

Solamente quedaba una caja por cargar; entre el voy y vengo y revisar que no falte nada y cerrarle al gas y checar que las luces estén apagadas, por un instante me quedé solo en el comedor. Respiré lentamente y sentí una tranquilidad especial, frente a la incertidumbre que todo nuevo comenzar trae consigo. Puse la mano en la columna. “Gracias por tanto y por todo. La cuidamos bien, ¿verdad?” -muy quedito, para que solo escucháramos yo y quien tuviera que oírlo.

Levanté la última caja y salí por la puerta de la cocina sin mirar atrás. Me alejé en paz.

Cuando te mudas de una casa dejas parte de ti en ella. Pero la que te llevas, ésa que te dice que la vida continúa a pesar de todo y que te hace levantarte todos los días, ésa que te muestra que hay una vida por delante, te acompañará a donde vayas.

Comper. Es hora de crear nuevos recuerdos.

 

 

1 comment:

Unknown said...

Uppppps, me he quedado sin palabras, con los ojos llorosos, impactado por tanta verdad y el sentimiento ahí expresado. Que dicha haber participado de esas vivencias, de esas alegrias y porque no decirlo... tristezas. Es duro, muy duro dejar esa casa con tantos y tantos recuerdos que ahora tendremos que llevar solo en nuestro ser, pero bien dices, hay que seguir adelante hasta que DIOS nos pida cuentas, por otro lado, es reconfortante que los abuelitos, mis papás ya están en paz, pues su andar por este mundo concluyó, pero dejó por sus acciones y cariño, una huella imborrable que traeremos en nuestro interior hasta el mismo instante en que tambien nos toque partir y... quizá espero en DIOS que nos volvamos a encontrar en esa otra dimensión.