Julio 2021
Tengo que lavar los trastes otra vez. Mierda. No quiero. Pero hay que hacerlo.
Le
doy vueltas al asunto, pongo una película, veo las olimpiadas, una, dos, tres
premiaciones, veo mi celular. De repente, ya es de madrugada y siguen ahí,
impasibles y sucios.
Tengo
que lavar los platos antes de subirme.
Y no
quiero.
Alguien dijo que la vida es lo que pasa entre una y otra lavada de trastes. No era un famoso, pero no por eso es menos cierto. Y más en pandemia, cuando estás todo el día encerrado bajo el mismo techo con esos platos. Siempre están sucios, los lavas y lavas, aparecen más, los lavas
otra vez, aquí hay más, va de nuevo, ajá, ya hay otros. Todos sabemos que nunca
se acaban. Está bien, lo acepto.
Sí,
sí, sí. Está chistoso cuando lo cuentas, pero ponte a lavar, rey.
Muchas
veces los he dejado ahí. Sobre todo las ollas y sartenes. Es que qué flojera. Mejor luego lo hago. Es que están todos pegados. Es que ni están tan sucios. Pretextos hay más que vida. ¿Y al final? Se lavan y ya.
Pero
estos de la madrugada (¿qué son? ¿dos, tres platos, una o dos tazas, un par de
cubiertos?) realmente no los quiero lavar.
Ni
siquiera quiero admitir el porqué de mi renuencia. Porque aceptarlo en voz
alta, aunque no haya nadie que escuche, es... es... no sé. Una pequeña
derrota, tal vez.
Así
que me preparo.
Quito
primero todos los que están en el escurridor, ya secos. Y a guardarlos en su lugar. Despacio, uno por uno, haciendo tiempo.
Después, lavo los que están en la tarja. Todos. Hasta las ollas y sus tapas, la
tabla para picar y el coso de madera ése donde se ponen los cucharones mientras
cocinas para que no ensucien todo. Seguro tiene nombre. Bueno, ése también.
Sí,
como sea.
Faltan
los que están en la mesita de la cocina. Ni siquiera quiero voltear a verlos.
Esos dos, tres platos. Una o dos tazas. Un par de cubiertos.
Sí, los que me dan miedo.
Ya sé, ya lo dije. Como sea.
Me
seco las manos. Le pongo cloro al vaso gigante donde va la fibra, y más jabón.
Me pongo el cubrebocas, porque me di cuenta de que el agua que sale como
regadera de la mezcladora salpica mucho cuando enjuagas los platos extendidos (platos llanos,
como dice la hija, por una canción). No vaya a ser que me salpique a la cara y no me dé cuenta.
Ya no puedo posponerlo. Tengo miedo. Los tomo con cuidado de la mesa, para no tirar nada, y los pongo despacio en la tarja, con respeto. Los lavo concienzudamente, sin que se me pase un milímetro cuadrado sin jabón. Los tallo fuerte.
Tengo miedo.
Los enjuago con cuidado, lentamente. Que no me salpique, por favor. Sé que el jabón y el cloro destruyen al bicho. Sé que con las precauciones adecuadas se minimiza el riesgo. Sé que estoy haciendo lo mejor que puedo. Pero también sé que ahí, frente a mí, esperando a que lo lave, está el virus. Y tengo miedo.
Ceremoniosamente, los pongo a escurrir aparte, en una toalla sobre la mesa.
Sin
secarme las manos, voy al baño y me las lavo otra vez. Las seco a conciencia, mirando con recelo a la toalla tras volverla a colgar. Regreso a la cocina. Me
las froto con gel con alcohol. Me quito el cubrebocas y respiro. Qué estrés.
Solo
tengo una dosis de la vacuna, hasta ahora. Sé que no es suficiente, pero es lo que
hay.
Sí,
sí, estoy tomando "todas las medidas". Como sea. El riesgo sigue ahí.
Es pequeño, lo sé, pero también muy real. Mañana por la noche, a repetirlo otra vez.
Y es
que no me quiero morir, ¿sabes?
¿Se vale tener miedo?
Pinches trastes.