El hombre más millonario de la Tierra dedicó todos sus recursos para comisionar la creación de una abeja reina con ingeniería genética, años después de que desaparecieran. El mundo pasa por la peor hambruna y sequía de la historia. Más del 90% de la población ha muerto.
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Desde que me llevaban a misa y el
padre nos contaba del Apocalipsis quise saber qué se sentiría vivir en el fin
de los tiempos. No es ni remotamente como nos lo pintaban. No hay hordas de
ángeles con mil ojos descendiendo del cielo, ni grandes terremotos tragándose a
la gente que trata de escapar. Yo no he visto nada de eso. Al contrario, es tan
normal que hasta decepciona.
Contemplo la ciudad vacía desde
mi ventana en el piso más alto del edificio más alto. Cuando empezó todo, la
gente huyó de las ciudades para tratar de sobrevivir por su cuenta. Nadie lo
logró. No puedes vivir de la tierra si ya no hay nada que cosechar.
El gobierno no hizo nada. En
medio del sálvese-quien-pueda, el peso de salvar a los que quedaron cayó en los
hombros de los que teníamos el poder, los que estábamos a cargo de la
distribución de los alimentos y las fuentes de energía. Justo a lo que se
dedicó mi familia por años.
Sé que alguien tenía que hacerlo,
pero estoy cansado de cargar tanta responsabilidad. Además, ya no hay más
comida por repartir.
A una señal mía, el científico a
cargo del proyecto saca la abeja reina de su pequeño apiario de cristal y la pone
en una caja de Petri. Después, me la entrega ceremoniosamente, satisfecho y
lleno de orgullo.
- ¿Así que aquí la tenemos? -tengo
la voz seca. La pregunta se siente con más desdén del que siento. Levanto la
caja transparente para ver a contraluz el resultado de años de esfuerzo. Ahí
está. Una abeja color oscuro, sin rayas, ligeramente más larga que una abeja
común, recorriendo con curiosidad su pequeña prisión.
- Creí que se vería más
impresionante.
El científico no responde. Se ve
nervioso, inseguro de qué contestar.
- ¿Puede volar?
- Todavía no. Acaba de salir del capullo.
Hay que esperar un par de horas hasta que tenga la fuerza suficiente.
Coloco la caja de Petri sobre una
pila de libros en un escritorio y la abro. Lenta y cuidadosamente tomo la
esperanza de la humanidad con tres dedos y la pongo sobre mi palma para
contemplarla mejor. Detrás de mí, el científico contiene la respiración.
Me doy vuelta, calmado. Él
aparenta estar tranquilo, pero tiene los puños apretados y un sudor frío le
perla la frente. Su mirada está fija en la culminación del trabajo de toda su
vida, diminuta en el centro de mi mano de dedos cortos.
Sonrío. Él se tranquiliza y me
devuelve la sonrisa.
Cierro mi mano y aplasto a la
abeja. El pobre bicho ni siquiera me pica. ¿Tendrá aguijón o será exclusivo de
las obreras? No lo sé. A estas alturas ni me importa.
El científico cae de rodillas,
sus ojos llenos de incredulidad.
- ¿Pero… por qué? -pregunta con
un hilo de voz después de unos segundos interminables.
- ¿Has visto a un niño observando
una hormiga con una lupa? -explico lentamente, tomándome mi tiempo. - Al
principio todo es curiosidad y asombro pero, si hay sol, invariablemente la
utilizará para quemarla. ¿Esto significa que el niño es malvado? No. Pero si le
preguntas por qué lo hizo, lo más probable es que solamente se encoja de
hombros.
No estoy seguro si alcanzó a
escuchar todo. Tirado boca arriba, la
garganta cortada, trata de contener la sangre que se escapa entre sus dedos.
Uno de mis guardias está detrás de él, esperando instrucciones.
Me agacho brevemente para limpiar
mi mano con su bata.
- Quemen el lugar, -le ordeno al
guardia. - Asegúrense de que el fuego no salga de aquí. No queremos dañar el
resto de las instalaciones.
- ¿Cuál es el caso? Vamos a
desaparecer de todas formas.
Me encojo de hombros antes de
contestar.
- Hay que darles esperanza.
Nunca he visto una extinción.
Será mi primera vez.