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El peor día de mi vida

El 19 de septiembre de 1985 fue el peor día de mi vida. Mis recuerdos de ese día están ligados a una lluvia muy fuerte de la noche anter...

Thursday, September 19, 2024

Treinta segundos


          — Estuvo fuerte, ¿no?
          — ¿Qué?
          — Pues el temblor.
          ­— Sí.
          — Qué horror. Pobre gente.
          — Ajá.
          — Ah, pero ahí vamos de necios tentando a la suerte y diciendo: “Septiembre, sorpréndeme”.
          — ¿Sí?
          — Le digo que eso de manifestar sí se cumple cuando somos tantos. Y ahora aquí estamos todos a medio Reforma.
          — No, no todos.
          — Bueno, no. Pobre gente.
          — Ajá.
          — Yo estaba terminando el reporte de gastos mensuales cuando sentí que me mareaba. Lo peor es que no me tocaba a mí, pero la secretaria del jefe pidió sus vacaciones pendientes del año pasado, y pues nos repartieron su trabajo. Después del temblor del 17, la verdad, quedé muy ciscada, así que luego luego volteé a ver nuestro sismógrafo. Es nomás un marcatextos verde colgado del techo con un estambre, que pusimos junto a la cocineta. ¿Y qué cree? Sí funciona. A veces se me hace que está temblando y lo veo para cerciorarme y ahí está como si nada y entonces sigo con lo que estaba haciendo. Aunque ahora le digo que me fijé y ya se estaba empezando a menear. ¿Y la alerta sísmica? Pues bien, gracias. No lo pensé dos veces. Cuál protocolo de seguridad ni qué ocho cuartos. Que dejo todo -menos mi celular, ese no lo suelto ni para bañarme- y me voy derechito a las escaleras. Fui la primera en reaccionar de mi piso. Siempre he sabido que tengo suerte de estar nomás en el primer piso y no hasta arriba. ¿Sabe? En un temblor fuerte tenemos treinta segundos para salir. Si sientes que se empieza a mover, y puedes estar afuera en treinta segundos, salte de inmediato. Pero si te vas a tardar más, mejor quédate en tu lugar y busca una zona segura, un triángulo de la vida o una columna maciza. Cuando me cambiaron de lugar de la recepción a contabilidad del primer piso lo primero que hice fue tomarme el tiempo que hacía desde mi silla hasta afuera, a la banqueta. Veintiséis segundos medidos. Así que ya no lo pienso y en cuanto oigo la alerta sísmica estoy afuera antes siquiera de que me volteen a ver. Nada de esperarme en mi lugar, qué, aunque me regañen los de Protección Civil. Más vale que digan aquí corrió. Eso de los treinta segundos lo oí de una conocida, una vez que… ¿cómo?
          — Le digo que ella cómo sabe.
          — Ah, pues es que a ella le tocó que se cayera su edificio en el sismo del 85. Dice que se fijó bien en su reloj cuando empezó a moverse todo y salió corriendo. Tuvo suerte, porque aunque vivía en el segundo piso alcanzó a salir.
          — Y se cayó su edificio.
          — No, el suyo no, pero el de enfrente sí.
          — ¡Pero me acaba de decir…!
          — Sí, pero así suena mejor la historia, ¿no? Bueno, la cosa es que apenas salió y que le toca ver cómo se caía el edificio de enfrente, completito. ¿Y qué fue lo primero que hizo? Checar su reloj, no me pregunte por qué.
          — Déjeme adivinar. ¿Treinta segundos?
          — Treinta segundos. Cuando me lo contó se me quedó muy grabado, y ahora ya siempre veo mi reloj cuando tiembla. ¿Le cuento algo? El sismo del 17 me agarró en la calle. Me habían mandado a la Suiza a comprar el pastel para el cumpleaños del jefe, ahí en Álvaro Obregón. Ajá, justo en la Roma. Bueno, apenas iba llegando a la pastelería cuando empieza a temblar y que me fijo en mi reloj. Y qué bueno que todavía no compraba el pastel, porque de repente se puso tan fuerte que si lo hubiera traído cargando seguro que se me hubiera caído, de tan recio que se movía todo. Me agarré de un poste como pude y nomás veía cómo la gente gritaba cada que daba un tirón. Lo peor fue cuando se cayó el edificio del otro lado del semáforo. Nunca me había tocado ver algo tan feo.
          — ¿Y no vio su reloj?
          — Ajá.
          — Y no me diga que…
          — Treinta segundos.
          — Cómo cree.
          — Le digo que ya me lo sé. Así que ahora me levanté y salí corriendo a la primera de cambio. Bueno, no corriendo, corriendo, porque no se podía, pero sí lo más rápido que pude. Cuando llegué al cubo de las escaleras alcancé a oír detrás de mí a Yorch de RH, con la voz esa que pone cuando trae el chaleco de brigadista, diciendo que todos tranquilos a las zonas de seguridad.
— ¿Y no le hizo caso?
— ¡Naranjas, qué! Yo ya estaba más pallá que pacá. No me iba a regresar. Que empiezo a bajarme por las escaleras, pero todo tronaba muy feo. Nomás atiné a agarrarme del barandal y seguí bajando. Ya iban como diez segundos, y ni modo de quedarme ahí. Además, ¡en buena hora se me ocurrió andar de tacones hoy! Casi me caigo un par de veces, de tanto que se movía. Algo oí que me gritaron cuando pasé enfrente de administración, y que me sigo sin voltear. Ya me lo dirán luego.
— ¡Qué estrés! ¿Y luego?
— ¡Péreme, le digo! Ya andaba en veinte segundos y no podía ir tan rápido como en mi simulacro. El último tramo de escaleras fue el más difícil. Justo cuando iba a llegar hasta abajo, ¡que se caen unos plafones del techo y unas luces! No, no me quedé a oscuras. La luz entraba por los ventanales, aunque sí me estaba muriendo de miedo. Tuve que pasar por la orillita de los escalones mientras todo se movía y se movía y el piso crujía horrible. Si no hubiera estado ya en la planta baja me hubiera sentado a llorar. Veinticinco segundos. Corrí lo mejor que pude por el pasillo de salida. No tengo idea cómo pasé los torniquetes pero conté hasta treinta justo cuando pisé la banqueta, frente a la jardinera.
— Y entonces, escuchó el estruendo.
— Sí, igualito que en el del 17, solo que ahora se oía alrededor de mí. No pude ni voltear y caí de rodillas ahí mismo mientras todo se derrumbaba detrás. La luz del día se puso gris tierra y ya no puede ver nada. No vi quién más alcanzó a salir, si estaba sola, si ya había alguien en la calle, no supe nada más. Me eché a llorar.
— Por lo menos le queda el consuelo de que dio su mejor esfuerzo.
— Pues sí. Estuvo fuerte. ¿Usted vio todo?
— Sí. Y casi lo logra.
— Ya sé. Casi lo logro. ¿Fueron los tacones?
— Puede ser.
— ¿Cuánto tiempo hice?
— ¿En serio quiere saber?
— Sí.
— Treinta segundos. ¿Lista? ¿Nos vamos ya?
— Sí, vámonos. Pobre gente.
— Pobre gente.

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