Cuando vivía con mis abuelitos y llegaba ya muy noche, en lugar de subir me quedaba en la cocina para ver qué preparar o recalentar para cenar. Invariablemente, mi abuelita escuchaba ruido y bajaba, con mucho cuidado, alternando sus pasos inseguros en los escalones: suavecito y lento, fuerte y rápido, suavecito y lento, fuerte y rápido. Ya le costaba trabajo.
- ¡Hola, m’hijito! ¿Ya llegaste?
¿Vas a cenar?
- ¡Hola! Sí, yo creo que voy a
hacer…
- Hay jamón, queso, frijoles,
tortillas, todavía hay guisado de carne, sopa, leche… ¡Ah!, te guardé pollo, o
puedes hacerte unos bisteces, o…
- Está bien, está bien, yo veo
que me preparo. ¡Gracias!
Y así era cada vez. Me recitaba
todo lo que se le ocurría que podía querer alguien con hambre, y volvía a
subirse a su cuarto a dormir. A veces yo la interrumpía jugando con un:
- Sí, ya sé, y hay jamón y platos
y servilletas, y estufa y hielos y todo. Muchas gracias. Orita veo qué hago, no te preocupes.
Y no era que yo hiciera mucho
ruido, simplemente que ella tenía oído biónico para esos casos.
Años después de que ella muriera,
nos mudamos a esa misma casa. Bueno, no era la misma. Algo faltaba. Teníamos
menos muebles, pero no era eso. No se sentía como si fuera el mismo lugar. Y es
que las casas no son solo casas, sino una parte viva de quienes las habitan:
son sus tristezas y sus risas, sus esperanzas y decepciones, sus “ahorita lo
arreglo”, su polvo y sus cuadros, sus sonidos, aromas y recuerdos. Pero el
encanto de regresar a donde viviste tanta vida estaba ahí, aunque había una
sensación de no-pertenencia, de una casa incompleta. Tal vez fuera el fantasma
de tener que pagar a tiempo las mensualidades -tan altísimas- que nos quedaron de
la hipoteca lo que hacía que no pudiera relajarme en paz y sentirme tan en mi
casa como quisiera. O tal vez era… no sé.
Otra vez llegué tarde,
directamente a la cocina a ver qué había quedado de la comida. La puerta que
daba al comedor, con una ventana con forma de cuchara, era muy grande, blanca y
abatible para ambos lados, y casi siempre se dejaba abierta. Total, yo nunca
hacía mucho ruido. Solo el sonido de las puertas de las alacenas al abrirlas y
el del refri, ese zumbido permanentemente presente; además, era cuidadoso para
que casi no chocaran los platos entre sí cuando tomaba uno. De todas formas, sabía
que iba a bajar. Y sí, en un momento más se escuchó su cadencia de costumbre:
suavecito y lento, fuerte y rápido, suavecito y lento, fuerte y rápido, bajando
con cuidado por las escaleras. Vi sus pies bajando, zapatos cafés desgastados,
el dobladillo de una falda larga y cómoda, con grandes cuadros cafés y negros.
Y le di la espalda. Sabía que era un sueño, y que ella había muerto hace varios
años. Sin embargo, ahí estaba yo, tan real como cada una de esas veces. Y ahí
estaba ella, imposible de evitar. Justo antes de que empezara a decirme qué
había para comer, di la vuelta y la abracé, sin verla a los ojos. Era muy
pequeña y frágil, como siempre, y apenas me llegaba al pecho. No recuerdo mis
palabras exactas, pero le di las gracias y le dije que yo iba a cuidar muy bien
de la casa, que estuviera tranquila, que podía descansar. Ella guardó silencio,
como si fuera lo que esperaba escuchar y sentí que justamente así se sentía,
aliviada. La abracé unos segundos más, la solté despacito y me volteé
nuevamente. No quise verla a la cara. Me bastaba saber que era ella y que
estaba ahí, conmigo. Tan solo oí cómo volvió a subir, despacito, con un paso tal
vez un poco más ligero que el de antes. Nunca dijo nada.
Y entonces, desperté.
Nunca recuerdo mis sueños y, aun
así, tengo éste grabado indeleblemente en la memoria, ahí a la vuelta de donde
están todas las cosas importantes.
Una de las primeras cosas que
hice al mudarme de vuelta a la casa que -durante tantos años- fue de mis
abuelitos fue apoyar amorosamente la mano en una de sus columnas y decir, muy
bajito: “La voy a cuidar muy bien. Gracias por todo.” Y en general, así fue
durante cinco años. No sé si me escuchó; solo supe que era lo que tenía que
hacer.
Cinco años después, vendimos la
casa. No fue la primera opción, pero resultó ser la mejor. Y atrás se quedó una
parte importante, pero no la única ni, mucho menos, la que te define.
Llegó la mudanza, se fueron todos
los muebles y una sucesión interminable de cajas y recuerdos empacados: los
libros, juegos de mesa, cuadros, plantitas, fotos, juguetes, desveladas,
fiestas de karaoke, olores de cocina, cumpleaños con tacos de canasta, estrenar
juguetes en día de reyes, noches con los amigos, tantas y tantas primeras veces.
Solamente quedaba una caja por
cargar; entre el voy y vengo y revisar que no falte nada y cerrarle al gas y
checar que las luces estén apagadas, por un instante me quedé solo en el
comedor. Respiré lentamente y sentí una tranquilidad especial, frente a la
incertidumbre que todo nuevo comenzar trae consigo. Puse la mano en la columna.
“Gracias por tanto y por todo. La cuidamos bien, ¿verdad?” -muy quedito, para
que solo escucháramos yo y quien tuviera que oírlo.
Levanté la última caja y salí por
la puerta de la cocina sin mirar atrás. Me alejé en paz.
Cuando te mudas de una casa dejas
parte de ti en ella. Pero la que te llevas, ésa que te dice que la vida
continúa a pesar de todo y que te hace levantarte todos los días, ésa que te
muestra que hay una vida por delante, te acompañará a donde vayas.
Comper. Es hora de crear nuevos
recuerdos.