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El peor día de mi vida

El 19 de septiembre de 1985 fue el peor día de mi vida. Mis recuerdos de ese día están ligados a una lluvia muy fuerte de la noche anter...

Monday, August 6, 2018

Cómo ir con una cabezota por la vida

Primero, lo primero: Tengo una cabezota.
Hay mucha gente cabezona por ahí, pero ninguno con una cabeza como la mía. No exagero cuando digo que es un cabezota notoriamente grande. Tal vez notorio no sea la palabra porque es tan grande, que la gente no lo nota.
Sí, ya lo sé: suena contradictorio, pero mi cabeza es tan grande, tan inmensa, que parece que todo el que la ve elige no verla, por más extraño que suena. Es como si, en un intento por vivir en la normalidad, tu subconsciente ve solamente que soy cabezón, pero dentro de los límites comunes. Parecido a lo que pasa con los espíritus, con las sombras en la calle o con las coincidencias sobrenaturales: nuestro cerebro elige no verlos. Así es más fácil ir por la vida, sin preocupaciones extra.
No, no estoy exagerando. Mis orejas están, ambas, a la altura de mis hombros. Ajá, justo como botarga. Sí, siempre ha sido así. Y no, no estoy haciéndome la víctima ni quiero llamar la atención. No, tampoco me duele.
Eso sí, para la mitad de la tarde ya me duele el cuello por el peso de mi cabeza. Es entonces cuando me tomo un descanso de la computadora y me desconecto. “Jaquecas,” siempre digo. “¿Ya fuiste a ver al doctor?” me dicen. “Sí, que es estrés y que con descansar ya tengo.” ¿Para qué explicar lo que es tan claro que nadie quiere ver?
¿Que si me da pena? La verdad, ya no. No negaré que durante muchos años llegué a sentirme un rechazado, un inadaptado y traté de llamar la atención de los demás, con resultados ridículos. Pero luego vi que tenía ciertas ventajas y que, por lo general, prefería que la gente me dejara en paz.
De chiquito todos pensaban que era más torpe de lo normal, cuando en realidad era que me ganaba el peso de mi cabeza y terminaba perdiendo el equilibrio y cayéndome por cualquier cosa. Casi siempre era muy chistoso para los demás, claro. Aunque mis papás me llevaron más de una vez a que me revisaran (“No sé qué le pasa, pero te digo que algo tiene este niño”, “Ay, claro que no. Son ideas tuyas, pero vamos a que lo vean”), los doctores nunca se enfocaban en mi cabeza – como todos – sino en que el oído, que los pies planos, que la postura, que la presión, que no debe ver bien y es por eso, y nunca le pudieron atinar. Hasta me mandaron por lentes una vez.
¡Uy, los lentes! Eso fue, digamos, incómodo. Primero, con el cartelito ése de las letras. Ya saben, el que tiene E F P T O Z, etcétera, de enormes a chiquititas. Ahí, todo bien. Leí todas perfectamente. Después, “Pon la cabeza aquí, m’ijo, y mira por aquí.” Y empezaron los problemas.
Resulta que el coso ése está hecho para sujetarte la cabeza mientras te miden no-sé-qué en el ojo. Entonces, me dicen que ponga la barbilla ahí, pero parece que el aparato no cierra. El doctor pone cara de “¡Qué raro!”, mientras me resigno a lo que sea que vaya a pasar. Me dice que me quite, por favor, que va a arreglarlo. Mueve unas perillas, me vuelve a colocar… y sigue sin poder sujetarme la cabeza. Llama a alguien más, llega el otro, le pregunta si ya hizo lo que ya hizo, discuten un poco y les dicen a mis papás que parece que se desajustó, pero que me van a hacer unas pruebas con unos lentes. Entonces, sacan una maleta llena de lentes y me dan unos. Lo intento, pero no puedo ponérmelos. No entran. Me dan otros, y lo mismo. Me dan los más grandes que tienen y tampoco. A estas alturas, ya se están desesperando.
Al segundo de ellos se le ocurre una gran idea: me dan unos sin patitas. Me los pongo y les digo que veo igual, es decir, bastante bien. Me dan otros, pero con esos veo borroso. Otros más, y ahora veo todo raro. Les digo que ya me duele la cabeza. Parece que fue lo que esperaban oír, me declaran vista de 20/20 (sea lo que sea que signifique), felicitan a mis papás y nos vamos. Ni una sola vez se les ocurrió ver bien mi cabeza.
Otra cosa que siempre sale mal es cuando tengo que sacarme fotos. Ya sé qué es lo que va a pasar: me sacan las fotos, espero a que las revelen y, cuando ven si ya están listas, ponen la misma cara que todos los demás cuando se dan cuenta de que algo no es como esperaban. Me sacan las fotos otra vez, pero desde más atrás (para que quepa bien la imagen en la foto) y vuelven a poner la misma mirada de “no entiendo” cuando ven los resultados. A veces me dicen que van a tomarlas una última vez, ya medio desesperados, pero siempre les digo que así están bien, que muchas gracias. Cuando las entrego donde me las pidieron, invariablemente me dicen que están mal sacadas, que no les sirven y que necesitan que lleve otras. Así que regreso al mismo lugar, pido que me saquen otras y me muevo un poquito justo cuando la toman. El fotógrafo está tan confundido que así me las entrega, medio borrosas. Total, no pueden salir peor. Y justo como salen las entrego y casi siempre me las aceptan.
No soy muy fan de salir en las fotos. Ni de salir a ningún lado, en general.
Se sorprenderían con todo lo que puede hacer uno desde su casa. Prácticamente no tienes que salir para nada, si no es lo que quieres.
Por eso trabajo desde mi casa, en la computadora, para no tener que ver a nadie. Especialmente a desconocidos. ¡Ah!, y a niños. Los niños me ven tal cual, sin complejos y sin prejuzgar, y siempre, siempre preguntan. Primero, a sus papás, mientras me señalan con el dedo. Los papás ni siquiera voltean hacia mí y, por reflejo, les dicen que eso no se hace, que no puedes señalar a la gente y siguen de largo. A veces, los niños insisten y hacen que volteen. Me ven, sin verme, y siguen de largo, arrastrando de la mano a sus hijos. Algunas veces el niño los suelta y corre hacia mí, se para enfrente y hace un comentario de mi cabeza, algo como:
- ¿Esa es tu cabeza?
- ¿Por qué tienes una cabeza tan grande?
- Tu cabeza es grandísima. ¿Cómo te llamas?
- ¡Wow!
Solamente sonrío, les explico que sí, que es mi cabeza y que no me pasa nada, en lo que llegan sus papás, que los regañan entre dientes y se disculpan en mi dirección.
He llegado a pensar que debería sacar ventaja de que la gente elija no verme. Ser invisible puede ser muy interesante. Podría ir a donde quisiera y, con tal de no reconocer que estoy ahí, me dejarían pasar. Después lo negarían, supongo. ¿Con qué cara lo aceptarían ante sus superiores? ¿Quién ignora a alguien a propósito, con tal de no verlo?
No me decido todavía. Así que, si dentro de poco ves en las noticias que pasó algo imposible y nadie se explica cómo fue o quién lo hizo, tal vez haya sido yo, probando mis límites. Sería bueno hacer cosas famosas por el bien de la gente, ¿no lo crees? O volverme un supervillano, como los de las películas.
Tú, ¿qué harías?

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