Primero, lo primero: Tengo una
cabezota.
Hay mucha gente cabezona por ahí,
pero ninguno con una cabeza como la mía. No exagero cuando digo que es un
cabezota notoriamente grande. Tal vez notorio
no sea la palabra porque es tan grande, que la gente no lo nota.
Sí, ya lo sé: suena
contradictorio, pero mi cabeza es tan grande, tan inmensa, que parece que todo
el que la ve elige no verla, por más extraño que suena. Es como si, en un
intento por vivir en la normalidad, tu subconsciente ve solamente que soy
cabezón, pero dentro de los límites comunes. Parecido a lo que pasa con los
espíritus, con las sombras en la calle o con las coincidencias sobrenaturales:
nuestro cerebro elige no verlos. Así es más fácil ir por la vida, sin
preocupaciones extra.
No, no estoy exagerando. Mis
orejas están, ambas, a la altura de mis hombros. Ajá, justo como botarga. Sí,
siempre ha sido así. Y no, no estoy haciéndome la víctima ni quiero llamar la
atención. No, tampoco me duele.
Eso sí, para la mitad de la tarde
ya me duele el cuello por el peso de mi cabeza. Es entonces cuando me tomo un
descanso de la computadora y me desconecto. “Jaquecas,” siempre digo. “¿Ya
fuiste a ver al doctor?” me dicen. “Sí, que es estrés y que con descansar ya
tengo.” ¿Para qué explicar lo que es tan claro que nadie quiere ver?
¿Que si me da pena? La verdad, ya
no. No negaré que durante muchos años llegué a sentirme un rechazado, un
inadaptado y traté de llamar la atención de los demás, con resultados ridículos.
Pero luego vi que tenía ciertas ventajas y que, por lo general, prefería que la
gente me dejara en paz.
De chiquito todos pensaban que
era más torpe de lo normal, cuando en realidad era que me ganaba el peso de mi
cabeza y terminaba perdiendo el equilibrio y cayéndome por cualquier cosa. Casi
siempre era muy chistoso para los demás, claro. Aunque mis papás me llevaron
más de una vez a que me revisaran (“No sé qué le pasa, pero te digo que algo
tiene este niño”, “Ay, claro que no. Son ideas tuyas, pero vamos a que lo vean”),
los doctores nunca se enfocaban en mi cabeza – como todos – sino en que el
oído, que los pies planos, que la postura, que la presión, que no debe ver bien
y es por eso, y nunca le pudieron atinar. Hasta me mandaron por lentes una vez.
¡Uy, los lentes! Eso fue,
digamos, incómodo. Primero, con el cartelito ése de las letras. Ya saben, el
que tiene E F P T O Z, etcétera, de enormes a chiquititas. Ahí, todo bien. Leí
todas perfectamente. Después, “Pon la cabeza aquí, m’ijo, y mira por aquí.” Y
empezaron los problemas.
Resulta que el coso ése está
hecho para sujetarte la cabeza mientras te miden no-sé-qué en el ojo. Entonces,
me dicen que ponga la barbilla ahí, pero parece que el aparato no cierra. El
doctor pone cara de “¡Qué raro!”, mientras me resigno a lo que sea que vaya a
pasar. Me dice que me quite, por favor, que va a arreglarlo. Mueve unas
perillas, me vuelve a colocar… y sigue sin poder sujetarme la cabeza. Llama a
alguien más, llega el otro, le pregunta si ya hizo lo que ya hizo, discuten un
poco y les dicen a mis papás que parece que se desajustó, pero que me van a
hacer unas pruebas con unos lentes. Entonces, sacan una maleta llena de lentes
y me dan unos. Lo intento, pero no puedo ponérmelos. No entran. Me dan otros, y
lo mismo. Me dan los más grandes que tienen y tampoco. A estas alturas, ya se
están desesperando.
Al segundo de ellos se le ocurre
una gran idea: me dan unos sin patitas. Me los pongo y les digo que veo igual,
es decir, bastante bien. Me dan otros, pero con esos veo borroso. Otros más, y ahora
veo todo raro. Les digo que ya me duele la cabeza. Parece que fue lo que
esperaban oír, me declaran vista de 20/20 (sea lo que sea que signifique),
felicitan a mis papás y nos vamos. Ni una sola vez se les ocurrió ver bien mi
cabeza.
Otra cosa que siempre sale mal es
cuando tengo que sacarme fotos. Ya sé qué es lo que va a pasar: me sacan las
fotos, espero a que las revelen y, cuando ven si ya están listas, ponen la
misma cara que todos los demás cuando se dan cuenta de que algo no es como
esperaban. Me sacan las fotos otra vez, pero desde más atrás (para que quepa
bien la imagen en la foto) y vuelven a poner la misma mirada de “no entiendo” cuando
ven los resultados. A veces me dicen que van a tomarlas una última vez, ya
medio desesperados, pero siempre les digo que así están bien, que muchas
gracias. Cuando las entrego donde me las pidieron, invariablemente me dicen que
están mal sacadas, que no les sirven y que necesitan que lleve otras. Así que
regreso al mismo lugar, pido que me saquen otras y me muevo un poquito justo
cuando la toman. El fotógrafo está tan confundido que así me las entrega, medio borrosas.
Total, no pueden salir peor. Y justo como salen las entrego y casi siempre me
las aceptan.
No soy muy fan de salir en las
fotos. Ni de salir a ningún lado, en general.
Se sorprenderían con todo lo que
puede hacer uno desde su casa. Prácticamente no tienes que salir para nada, si
no es lo que quieres.
Por eso trabajo desde mi casa, en
la computadora, para no tener que ver a nadie. Especialmente a desconocidos.
¡Ah!, y a niños. Los niños me ven tal cual, sin complejos y sin prejuzgar, y siempre,
siempre preguntan. Primero, a sus papás, mientras me señalan con el dedo. Los
papás ni siquiera voltean hacia mí y, por reflejo, les dicen que eso no se
hace, que no puedes señalar a la gente y siguen de largo. A veces, los niños
insisten y hacen que volteen. Me ven, sin verme, y siguen de largo, arrastrando
de la mano a sus hijos. Algunas veces el niño los suelta y corre hacia mí, se para
enfrente y hace un comentario de mi cabeza, algo como:
- ¿Esa es tu cabeza?
- ¿Por qué tienes una cabeza tan
grande?
- Tu cabeza es grandísima. ¿Cómo
te llamas?
- ¡Wow!
Solamente sonrío, les explico que
sí, que es mi cabeza y que no me pasa nada, en lo que llegan sus papás, que los
regañan entre dientes y se disculpan en mi dirección.
He llegado a pensar que debería
sacar ventaja de que la gente elija no verme. Ser invisible puede ser muy
interesante. Podría ir a donde quisiera y, con tal de no reconocer que estoy
ahí, me dejarían pasar. Después lo negarían, supongo. ¿Con qué cara lo
aceptarían ante sus superiores? ¿Quién ignora a alguien a propósito, con tal de
no verlo?
No me decido todavía. Así que, si
dentro de poco ves en las noticias que pasó algo imposible y nadie se explica
cómo fue o quién lo hizo, tal vez haya sido yo, probando mis límites. Sería
bueno hacer cosas famosas por el bien de la gente, ¿no lo crees? O volverme un supervillano, como los de las películas.
Tú, ¿qué harías?
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