Despertaste. O, por lo menos, eso
es lo que crees.
El sueño había sido tan vívido –
y tan extraño – que es difícil convencerte de que terminó.
Desorientado, te frotas los ojos
con los nudillos y tratas de evocar nuevamente la sensación, el gusto de ese
sueño. Sí, ahí está. La boca la sientes pastosa y seca, casi como siempre recién
abrir los ojos, antes de despejar por completo las telarañas de tu cabeza. Te
quedas unos instantes de más en ese curioso momento en el que quieres quitarte
las lagañas y te das cuenta de que están en tu mente y no en tus ojos. Hay algo
que no cuadra.
Ahí está otra vez. Abres y
cierras la boca un par de veces y detectas un sabor diferente. Como a… a… mal aliento… y lágrima… y sueño y… ¡LIMA! ¡Eso es! Qué trabajo identificar algo tan
fuera de lugar, y más en esa combinación tan extraña. Una lima madura, verde
intenso, amarga y fresca. Una vez que la identificas se convierte en el único
sabor que importa en ese momento. No recuerdas cuándo comiste una por última
vez, pero ese es exactamente el gusto que tienes en la garganta.
Y, hablando de eso, te das cuenta
de que hay algo en la parte de atrás de tu lengua, casi en la garganta. Lo
sacas con dos dedos y es un pequeño trozo de… ¿algodón? No. Estiras la otra
mano y, a tientas, sin perderlo de vista, prendes la luz de tu buró para
revisarlo. Viéndolo detenidamente, no es algodón, sino algo sintético, como si
fuera relleno de almohada. Incrédulo, revisas rápidamente y, efectivamente, a
tu almohada le falta un trozo circular, del tamaño de una mordida.
No lo puedes creer. Dejas lo que
sacaste de tu boca sobre el despertador y tomas tu almohada con las dos manos,
lentamente. La hueles, despacito, no muy convencido. Pero no, solo huele a
almohada. Tal vez le hace falta una lavada, pero nada fuera de lo normal.
Entonces, ¿de dónde salió ese sabor a lima?
Incrédulo por siquiera considerar
lo que vas a hacer, pero sin dudarlo para no parecer ridículo, le pegas un
mordisco a la esquina de tu almohada. Inmediatamente, te invade una fuerte oleada
de sabor. Cierras los ojos y te concentras completamente en disfrutar la
sensación. Es cítrico, amargo, fresco, con una textura como… como… lo perdiste.
Vuelves a abrir los ojos, porque ya no tienes nada en la boca. Ni siquiera te
diste cuenta cómo te lo pasaste, pero ya no hay nada ahí. Sin creerte mucho lo
que acaba de pasar, vuelves a morderle un pedazo. Con mucho trabajo, tratas de
ignorar el sabor (¡Qué difícil! ¡Sabe increíble!) y te enfocas en sentir el
bocado, en su textura. No lo logras a la primera, pero finalmente… ¡sí, ahí!
Casi no tienes que masticarlo, porque se siente como comerse una nube, como
algodón de azúcar disolviéndose en agua tibia. Por eso desaparece tan
rápidamente.
Dejas la almohada en su lugar y
buscas probar algo más que esté a la mano. ¿Tu celular? No, porque lo
necesitas. ¿Tu cartera? ¡Claro que no!
¡Una pila! ¡Eso es! La dejaste
ahí porque ni modo de tirarla a la basura. No, hay que ser responsable y
llevarla a un contenedor especial. Bueno, como sea, la metes en tu boca
ansiosamente, como un niño chiquito lo haría con un dulce.
WOW. La misma intensidad de sabor,
pero ahora es como a vainilla y limón, con un gusto a quemado. ¿Será por lo
eléctrico?
Los próximos minutos los pasas en
un frenesí alimenticio. Simplemente, TIENES que probar todo lo que esté a tu
alcance. ¡La novela de Stephen King que no has podido terminar! Sabe a
cacahuates bien tostados. El cable del cargador de tu celular: a orilla de
pizza.
¡Oh, cielos! ¡El cargador! Nota
mental: seguramente no debiste haberte comido ése.
La gran decepción fue la pluma
Bic. Tantos años de escuela mordisqueándolas, para que al final resultara que
tiene el gusto de un chicle sin sabor. Mmmmh… Qué mal.
No entiendes qué relación puede
haber entre los objetos y sus sabores.
¿La esquina de la pared? Helado
de coco. ¿La columna junto a la puerta? Crema de menta. ¿Huh? O sea, ¿cómo? ¡Si
las dos son parte de la pared! ¡Ah! Pero una es blanca y la otra, azul.
Entonces, debe de ser por el color. Haces otra prueba. El frasquito con botones
que estabas juntando para regalarlos en su cumpleaños a alguien especial: casi
todos resultaron tener sabores diferentes, fresa, frambuesa, cereza, betabel.
¿Y el frasquito de vidrio? Muy dulce, como a caramelo.
Entonces, eso es.
Hay algo de lo que te acabas de
dar cuenta: Aunque las cosas tienen sabores diferentes, relacionados a su color
y (probablemente) de qué estén hechos, todos tienen, extrañamente, la misma
textura al momento de morderlos y saborearlos. ¿No estarás alucinando todo
esto?, piensas, mientras le das vuelta entre tus manos y observas detenidamente un
florero de barro al que le falta un pedazo circular en la parte de en medio (a
propósito, sabor a tequila y tierra). Pero si así fuera, y simplemente
imaginaras el sabor de las cosas, no podrías morderlas tan fácilmente, y tampoco
les faltarían esos pedazos.
Te sientas un momento en la
cocina, para procesar todo esto en tu cabeza. No sabes qué está pasando y,
definitivamente, tampoco por qué. ¿Será cosa de un día? ¿Ya le habrá pasado
antes a alguien? ¿Cómo averiguarlo sin parecer loco? Ni siquiera estás seguro
de cómo buscarlo en Google.
Tomas distraídamente una manzana
y la muerdes – siempre es más fácil pensar mordiendo algo. Sabe a manzana. Y
también se siente como manzana. Qué extraño. Abres rápidamente un paquete de
galletas y te comes una, completita. Sabe a galleta y se siente como galleta. Tomas otra y la miras,
extrañado. No estás seguro de qué debería haber pasado, pero que te supiera a
galleta no era una de las opciones. Vacías el resto sobre la mesa y te metes la
envoltura a la boca. ¡Ahí está otra vez! El plástico se difumina en tu lengua,
como el recuerdo de un beso, y un sabor intenso a canela en rama te hace cerrar los
ojos para no distraerte y disfrutarlo.
Recuerdas haber leído sobre gente
que tiene… mmmh… somato-algo. No. Mmmh… cinemato… No, qué wey, ni que fueran
películas. Sines-algo. ¿Sinestesia? Sí, eso te suena. Se supone que es una
condición con la que ves la música y saboreas palabras. O algo parecido.
¿Podría ser lo que tienes? Pero crees recordar que la gente ya nace con eso. Y
no suena a que sea contagioso, o que te hayas contagiado. Pues quién sabe
entonces.
Distraído, te paras junto a la
ventana simplemente para ver, sin enfocarte en nada, la calle, el cielo, los
cables de luz, las nubes naranjas.
¡En la madre! ¡Ya es de día!
¡Es tardísimo! ¡Te van a colgar
en el trabajo! Corres a la recámara para vestirte y, en menos de diez minutos,
ya estás en la esquina esperando el camión.
Afortunadamente la jefa llegó
después que tú, así que te salvaste del regaño. Y qué bueno que ha estado muy ocupada
y no te ha puesto atención. No has podido hacer nada hoy. Ni siquiera puedes concentrarte.
Es más, cuando te das cuenta, ya no está tu taza (sabía a chocolate blanco),
los clips (a pretzels sin sal), las tijeras (a higo verde), ni el cable del
teléfono (a espagueti con mantequilla).
Pensativo, te tocas las comisuras
de la boca con dos dedos. ¡Au! Tienes muy adolorida la parte derecha de la
boca. Seguramente está hinchada. Con una sonrisa, recuerdas que la peor idea que tuviste esta
mañana de camino al trabajo fue, definitivamente, la llanta de ese camión (a
corteza de pan de pueblo). Nunca se te ocurrió que fuera a tronar tan fuerte. Te
dejó medio sordo un buen rato y, sentando en la banqueta, te tardaste un par de
minutos en poderte levantar.
Hay otra cosa que te inquieta.
Después de todo el día así, te da miedo y curiosidad cuando finalmente tengas
que ir al baño. No puedes arriesgarte a que sea en la oficina. Quién sabe qué
es lo que pueda pasar.
Decides no decir nada, tomarte el resto del día y no regresar al trabajo después de la hora de la comida. ¡Hay tanto por
probar! Total, tienes el mundo por delante.
Sonríes. Esto va a ser
interesante.
No comments:
Post a Comment