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El peor día de mi vida

El 19 de septiembre de 1985 fue el peor día de mi vida. Mis recuerdos de ese día están ligados a una lluvia muy fuerte de la noche anter...

Wednesday, August 1, 2018

Probar de todo

Despertaste. O, por lo menos, eso es lo que crees.
El sueño había sido tan vívido – y tan extraño – que es difícil convencerte de que terminó.
Desorientado, te frotas los ojos con los nudillos y tratas de evocar nuevamente la sensación, el gusto de ese sueño. Sí, ahí está. La boca la sientes pastosa y seca, casi como siempre recién abrir los ojos, antes de despejar por completo las telarañas de tu cabeza. Te quedas unos instantes de más en ese curioso momento en el que quieres quitarte las lagañas y te das cuenta de que están en tu mente y no en tus ojos. Hay algo que no cuadra.
Ahí está otra vez. Abres y cierras la boca un par de veces y detectas un sabor diferente. Como a… a… mal aliento… y lágrima… y sueño y… ¡LIMA! ¡Eso es! Qué trabajo identificar algo tan fuera de lugar, y más en esa combinación tan extraña. Una lima madura, verde intenso, amarga y fresca. Una vez que la identificas se convierte en el único sabor que importa en ese momento. No recuerdas cuándo comiste una por última vez, pero ese es exactamente el gusto que tienes en la garganta.
Y, hablando de eso, te das cuenta de que hay algo en la parte de atrás de tu lengua, casi en la garganta. Lo sacas con dos dedos y es un pequeño trozo de… ¿algodón? No. Estiras la otra mano y, a tientas, sin perderlo de vista, prendes la luz de tu buró para revisarlo. Viéndolo detenidamente, no es algodón, sino algo sintético, como si fuera relleno de almohada. Incrédulo, revisas rápidamente y, efectivamente, a tu almohada le falta un trozo circular, del tamaño de una mordida.
No lo puedes creer. Dejas lo que sacaste de tu boca sobre el despertador y tomas tu almohada con las dos manos, lentamente. La hueles, despacito, no muy convencido. Pero no, solo huele a almohada. Tal vez le hace falta una lavada, pero nada fuera de lo normal. Entonces, ¿de dónde salió ese sabor a lima?
Incrédulo por siquiera considerar lo que vas a hacer, pero sin dudarlo para no parecer ridículo, le pegas un mordisco a la esquina de tu almohada. Inmediatamente, te invade una fuerte oleada de sabor. Cierras los ojos y te concentras completamente en disfrutar la sensación. Es cítrico, amargo, fresco, con una textura como… como… lo perdiste. Vuelves a abrir los ojos, porque ya no tienes nada en la boca. Ni siquiera te diste cuenta cómo te lo pasaste, pero ya no hay nada ahí. Sin creerte mucho lo que acaba de pasar, vuelves a morderle un pedazo. Con mucho trabajo, tratas de ignorar el sabor (¡Qué difícil! ¡Sabe increíble!) y te enfocas en sentir el bocado, en su textura. No lo logras a la primera, pero finalmente… ¡sí, ahí! Casi no tienes que masticarlo, porque se siente como comerse una nube, como algodón de azúcar disolviéndose en agua tibia. Por eso desaparece tan rápidamente.
Dejas la almohada en su lugar y buscas probar algo más que esté a la mano. ¿Tu celular? No, porque lo necesitas. ¿Tu cartera? ¡Claro que no!
¡Una pila! ¡Eso es! La dejaste ahí porque ni modo de tirarla a la basura. No, hay que ser responsable y llevarla a un contenedor especial. Bueno, como sea, la metes en tu boca ansiosamente, como un niño chiquito lo haría con un dulce.
WOW. La misma intensidad de sabor, pero ahora es como a vainilla y limón, con un gusto a quemado. ¿Será por lo eléctrico?
Los próximos minutos los pasas en un frenesí alimenticio. Simplemente, TIENES que probar todo lo que esté a tu alcance. ¡La novela de Stephen King que no has podido terminar! Sabe a cacahuates bien tostados. El cable del cargador de tu celular: a orilla de pizza.
¡Oh, cielos! ¡El cargador! Nota mental: seguramente no debiste haberte comido ése.
La gran decepción fue la pluma Bic. Tantos años de escuela mordisqueándolas, para que al final resultara que tiene el gusto de un chicle sin sabor. Mmmmh… Qué mal.
No entiendes qué relación puede haber entre los objetos y sus sabores.
¿La esquina de la pared? Helado de coco. ¿La columna junto a la puerta? Crema de menta. ¿Huh? O sea, ¿cómo? ¡Si las dos son parte de la pared! ¡Ah! Pero una es blanca y la otra, azul. Entonces, debe de ser por el color. Haces otra prueba. El frasquito con botones que estabas juntando para regalarlos en su cumpleaños a alguien especial: casi todos resultaron tener sabores diferentes, fresa, frambuesa, cereza, betabel. ¿Y el frasquito de vidrio? Muy dulce, como a caramelo.
Entonces, eso es.
Hay algo de lo que te acabas de dar cuenta: Aunque las cosas tienen sabores diferentes, relacionados a su color y (probablemente) de qué estén hechos, todos tienen, extrañamente, la misma textura al momento de morderlos y saborearlos. ¿No estarás alucinando todo esto?, piensas, mientras le das vuelta entre tus manos y observas detenidamente un florero de barro al que le falta un pedazo circular en la parte de en medio (a propósito, sabor a tequila y tierra). Pero si así fuera, y simplemente imaginaras el sabor de las cosas, no podrías morderlas tan fácilmente, y tampoco les faltarían esos pedazos.
Te sientas un momento en la cocina, para procesar todo esto en tu cabeza. No sabes qué está pasando y, definitivamente, tampoco por qué. ¿Será cosa de un día? ¿Ya le habrá pasado antes a alguien? ¿Cómo averiguarlo sin parecer loco? Ni siquiera estás seguro de cómo buscarlo en Google.
Tomas distraídamente una manzana y la muerdes – siempre es más fácil pensar mordiendo algo. Sabe a manzana. Y también se siente como manzana. Qué extraño. Abres rápidamente un paquete de galletas y te comes una, completita. Sabe a galleta y se siente como galleta. Tomas otra y la miras, extrañado. No estás seguro de qué debería haber pasado, pero que te supiera a galleta no era una de las opciones. Vacías el resto sobre la mesa y te metes la envoltura a la boca. ¡Ahí está otra vez! El plástico se difumina en tu lengua, como el recuerdo de un beso, y un sabor intenso a canela en rama te hace cerrar los ojos para no distraerte y disfrutarlo.
Recuerdas haber leído sobre gente que tiene… mmmh… somato-algo. No. Mmmh… cinemato… No, qué wey, ni que fueran películas. Sines-algo. ¿Sinestesia? Sí, eso te suena. Se supone que es una condición con la que ves la música y saboreas palabras. O algo parecido. ¿Podría ser lo que tienes? Pero crees recordar que la gente ya nace con eso. Y no suena a que sea contagioso, o que te hayas contagiado. Pues quién sabe entonces.
Distraído, te paras junto a la ventana simplemente para ver, sin enfocarte en nada, la calle, el cielo, los cables de luz, las nubes naranjas.
¡En la madre! ¡Ya es de día!
¡Es tardísimo! ¡Te van a colgar en el trabajo! Corres a la recámara para vestirte y, en menos de diez minutos, ya estás en la esquina esperando el camión.
Afortunadamente la jefa llegó después que tú, así que te salvaste del regaño. Y qué bueno que ha estado muy ocupada y no te ha puesto atención. No has podido hacer nada hoy. Ni siquiera puedes concentrarte. Es más, cuando te das cuenta, ya no está tu taza (sabía a chocolate blanco), los clips (a pretzels sin sal), las tijeras (a higo verde), ni el cable del teléfono (a espagueti con mantequilla).
Pensativo, te tocas las comisuras de la boca con dos dedos. ¡Au! Tienes muy adolorida la parte derecha de la boca. Seguramente está hinchada. Con una sonrisa, recuerdas que la peor idea que tuviste esta mañana de camino al trabajo fue, definitivamente, la llanta de ese camión (a corteza de pan de pueblo). Nunca se te ocurrió que fuera a tronar tan fuerte. Te dejó medio sordo un buen rato y, sentando en la banqueta, te tardaste un par de minutos en poderte levantar.
Hay otra cosa que te inquieta. Después de todo el día así, te da miedo y curiosidad cuando finalmente tengas que ir al baño. No puedes arriesgarte a que sea en la oficina. Quién sabe qué es lo que pueda pasar.
Decides no decir nada, tomarte el resto del día y no regresar al trabajo después de la hora de la comida. ¡Hay tanto por probar! Total, tienes el mundo por delante.
Sonríes. Esto va a ser interesante.

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