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El peor día de mi vida

El 19 de septiembre de 1985 fue el peor día de mi vida. Mis recuerdos de ese día están ligados a una lluvia muy fuerte de la noche anter...

Wednesday, September 19, 2018

La más fuerte del universo

- ¿Y si me muero? -me preguntó, cansada, con el dorso de ambas manos sobre la frente. Estábamos acostados en su cama, sobre las cobijas, en la casa nueva. Su recámara era bastante fresca. Era temprano todavía, en la tarde de un día soleado y acabábamos de llegar de algún lugar, acalorados.
No contesté. Solo me quedé ahí, acompañándola. No supe qué decir. Nunca me había puesto a considerar qué tan grave era lo que ella tenía – y nunca lo supe bien, hasta tres meses después, cuando murió. Fue de las primeras veces que la vi vulnerable, temerosa. A sus veintisiete años, era la mujer más fuerte del universo.
Yo tenía siete años, el mayor de cuatro hermanos.
No tengo muchos recuerdos de ella. Uno pensaría que sí, que tenía la edad suficiente para acordarme de tantas cosas, pero son pocas, realmente.
Como la vez que fuimos al mercado. Eso era algo frecuente, pero esa ocasión en particular es la más nítida en mi mente. Yo tenía cinco o seis años y vivíamos a unas cinco cuadras del mercado. Tengo la postal en la memoria de nosotros dos, regresando de comprar; ella, cargando la bolsa del mandado y yo, vestido de overol, abrazando una sandía enorme, sonriendo y caminando en la banqueta, junto a una barda blanca.
O como cuando íbamos a las tortillas y siempre me daba mi tortilla calientita con sal y limón. El limón es el ingrediente mágico en esa receta, ¿saben? Me lo enseñó mi mamá.
O cuando tenía pesadillas. Había unas recurrentes que, ahora que lo pienso, me duraron varios años. Eran pesadillas de sentimientos, de angustia, de algo enorme y creciente que me abrumaba físicamente a un ritmo de réquiem y siempre me despertaba en el momento en que esa oscuridad me envolvía. Ella se detenía en sus quehaceres y me preguntaba qué había soñado. Y yo no le podía contestar. A la fecha, todavía no las podría expresar en palabras. Pero me abrazaba brevemente hasta tranquilizarme, antes de regresar a lo que estaba haciendo. Eso me ayudaba.
O la vez que hice un papalote de cartulina, sin esqueleto de palitos porque nadie me había enseñado que eran necesarios. Lo coloreé, le amarré un estambre naranja y bajé al estacionamiento para hacer que volara. Le di como un metro de cuerda y corrí y corrí y corrí y corrí… y me caí. El piso estaba de bajada y yo volteé a ver mi papalote detrás de mí (que nunca voló), y la conclusión fue que me raspé la rodilla. Lloré mucho y mi mamá me curó (¿no será esa la cicatriz que tengo en la rodilla izquierda? Tal vez. No tengo idea de dónde salió).
O todas las veces que me recogía de la escuela. A veces se le hacía tarde y yo la esperaba, sentadito en la banqueta y recargado en la pared. Cuando no llegaba y me había sobrado cambio del recreo, me cruzaba la calle y le hablaba del teléfono de la esquina. En ese entonces, costaba veinte centavos. Finalmente llegaba en su camioneta Fairmont café, se paraba enfrente, sin estacionarse, y yo me subía del lado del copiloto.
O cuando, más pequeño, aprendí a la mala que uno no debe de pararse en el excusado, no importa la razón. Fue la primera vez que me descalabré y ella, toda asustada, me puso mis vendoletes en la cabeza.
Como dije, mi mamá era la más fuerte del universo. Y así fue hasta un poco después de que nació mi hermana Katya, la más pequeña.
Entonces se empezó a enfermar. Recuerdo un par de veces que la acompañamos al hospital para lo que, ahora sé, eran radioterapias. La verdad, no me acuerdo si me explicaron qué tenía. Tal vez no creían que yo entendiera bien qué era el cáncer, o por qué había sido tan agresivo, o por qué no se lo habían detectado antes. No lo sé. Pero pasaba cada vez más tiempo en el hospital. Cuando Katya e Iván cumplieron uno y cinco años, su fiesta fue en el hospital - era una sola fiesta, porque cumplen con dos días de diferencia. Mi papá nos metió de contrabando (o eso siempre creí) a los cuatro al mismo tiempo, junto con un pastel redondo con un tren hecho de betún. Ella sonreía mucho, pero se veía tan cansada.
Después salió del hospital, nos cambiamos de casa y parecía que todo iba mejor.
¿Ustedes habrían podido contestarle a su mamá cuando, con angustia, les decía que se podía morir? Yo no pude.
En diciembre, el día después de Navidad, estábamos en casa de Abue cuando mi papá nos llamó (estaba en el hospital, cuidando a mi mamá) y nos preguntó si queríamos ir a un parque nuevo que todavía no abrían. Y nos llevaron a Reino Aventura. La mitad de los juegos todavía no funcionaban, estaba casi vacío, pero la pasamos increíble.
Al día siguiente, temprano, nos llevaron a un parque que está en Félix Cuevas y Gabriel Mancera. No pudimos jugar porque, apenas llegando, nos alcanzó mi papá. Venía desde el otro lado de la avenida, traía su chaqueta de piel con forro de borrega – la que más recuerdo – y se veía muy triste. Nos llamó a los cuatro y se hincó junto a nosotros, una rodilla en piso de adoquines.
- ¿Se acuerdan que su mamá estaba enferma? -hizo una pausa y tomó aire. - Pues se puso mal. Y se murió.
Mis hermanos no entendían bien qué pasaba. Mientras escribo esto no imagino la fuerza que tuvo que tener en ese momento. Nos tomó de la mano y nos llevó a Gayosso, de donde lo único que recuerdo es la seriedad de todos ahí y que nos llevó directo al ataúd a verla.
Ahí estaba, igual de bonita que siempre, con una rosa en el pecho y su blusa favorita, una verde muy clarito, satinada y con unas flores bordadas en un semicírculo debajo del cuello. Sabía que era la última vez que la vería. Creo que no lloré. Solo la vi y fui fuerte, a mis ocho años.
Después, en el panteón, tampoco lloré. En algún momento de los días que siguieron, mi papá habló conmigo y me dijo que tenía que ser fuerte por mis hermanos.
No siempre maduramos cuando debemos hacerlo. Puede ser que la necesidad de madurez nos llegue de golpe y le hagamos caso. Pero, al mismo tiempo, algunos nunca maduramos en esta vida. No son conceptos opuestos. Y está bien.
A veces me dicen que soy fuerte. Pero no. Solo soy quien me tocó ser. En la vida tomamos muchas decisiones. Afortunado es quien puede decir que tomó las que lo llevaron a donde quiso llegar, hayan sido correctas o no. Yo digo que es igual de afortunado quien tuvo la opción de tomarlas. Y, si se equivocó en el camino, aun así aprendió.
Pero no haber podido tomarlas, ya sea porque alguien lo hizo por ti o porque simplemente, la vida se entrometió, apesta.
Entonces, no tienes que ser fuerte. Sé quien eres, ni más ni menos.
Y está bien.

1 comment:

G. Kato said...

Y sí. Sí a varias de las cosas que dices. No lo puedo imaginar. Lo bueno es que eres mi amigo y puedo leer estas cosas y ponerme triste contigo. Te abrazo, putín.