“¿A qué sabe la luz de sol?”,
pensó, absorto, mientras descansaba un poco y se miraba las toscas manos curtidas
por el trabajo y manchadas de tierra húmeda.
Un rayo de luz se filtraba entre
las ramas, pintándole las gruesas palmas de las manos con ese tono único dorado
del atardecer. Las cerró lentamente, imaginando poder llevarse con él ese rayo
delicioso. Un momento después, las volvió a abrir, liberándolo. Uno no debe
tomar lo que no es para él. Continuó quitando la hierba de los arbustos de
grosella, mientras se contestaba a sí mismo.
“Depende de la hora, sabría
diferente. La mejor debe ser la de justo después de llover,” razonó.
Llevándose una mano a la cintura,
enderezó la espalda para contemplar su trabajo del día. Aprovechó la sombra de
su brazo mientras se secaba la frente para mirar el reloj, que se alcanzaba a
ver desde esta parte del cementerio. Mmmh… la sombra del gnomon del reloj de
sol casi llegaba a su punto más largo de esta época del año. Había aprovechado
muy bien el tiempo hoy. Respiró
profundamente y se agachó para recoger sus herramientas y levantar las hierbas
arrancadas. Si se daba prisa, estaría comiendo para cuando el eco de las
campanas de la iglesia anunciara las vísperas en el monasterio, justo al
anochecer.
Desde los doce años tenía el
cargo de guardián del cementerio, como lo había sido su familia por varias
generaciones antes que él. Su hermano lo heredó de su abuelo cuando él murió,
pero nunca lo tomó como un oficio real - y pagó las consecuencias. Por eso él
se hizo cargo. Además, un trabajo es un trabajo. Ahora, a los diecisiete,
conocía bien muchas de las artes de su oficio y lo tomaba muy en serio.
Al igual que cada tarde al
terminar, dejó con cuidado un pequeño ramo de flores silvestres como ofrenda a
nadie en particular y se alejó, inmerso en sus pensamientos. Caminando entre
las tumbas, podía percibir una conexión especial con sus responsabilidades
heredadas. Y, si cerraba los ojos y lo pensaba muy, muy fuerte, se sentía casi
como un abrazo. Un abrazo cálido, bajo el rayo del sol, pero a la vez pequeño,
como concentrado.
Entre las pequeñas flores de
grosella, un hada de cementerio lo observó alejarse con una sonrisa. Era pequeña,
de apariencia madura y rolliza, con los colores de la tierra recién excavada,
los brotes nuevos y la niebla matutina.
“Sí, tienes razón, los rayos de
sol justo después de llover son los más deliciosos,” pensó, una mano en la
barbilla, mientras ayudaba con un gesto de la otra a florecer a un brote
obstinado. Tuvo cuidado de enviarle ese pensamiento al hombre, ya que se había
esforzado hoy. Eso le divertía. Le gustaba ver cómo se arrastraban lentamente
las ideas por su cabeza, aunque casi siempre llegara a la conclusión equivocada.
Esperaba que algo de lo que le sembraba en su mente diera frutos. Justo así, como
esta grosella – remarcó el punto acariciando con la punta de los dedos una
ramita y, susurrándole en el idioma original para liberar su potencial y convencerla
de hacer crecer un pequeño racimo, de un rojo muy, muy oscuro. Ojalá que el
cuidador algún día se volviera, inclusive, narrador de historias. Esas personas
le caían bien. A veces, los narradores venían aquí mismo, a inspirarse. Y
entonces ella los ayudaba, claro.
El idioma original era el que
había nacido con el mundo, y al que las plantas, los insectos, las nubes, el
cielo y todo lo demás todavía respondían. Cualquiera lo sabía. Era solo cosa de
usarlo, con reverencia, en el momento correcto. Todos los demás idiomas
provenían de ahí. Claro, los humanos se apresuraban tanto en sacar conclusiones
que lo confundían con magia. Qué tontería. Eso les pasa por no saber escuchar.
La pequeña hada se apresuró.
Había pasado demasiado tiempo viendo trabajar al hombre. Todavía tenía tanto
por hacer antes de que anocheciera, empezando por hacer brotar un poco de pasto
nuevo en las tumbas de los que están en paz. Eso la ponía de buenas, y le gustaba
todavía más cuando podía hacerlo por primera vez en una tumba nueva.
Porque había quienes morían en
paz. Esos eran los más tranquilos, y sus tumbas siempre estaban verdes, con
flores silvestres en los colores del sol.
Con otros, era un poco más
tardado, porque dejaban una tristeza tan profunda que sus familias la asumían
como propia y dejaban que los consumiera. No, así no debe manejarse el duelo –
frunció el ceño. El duelo es como las alas de un hada. Debe sostenerse con fineza,
despertarlo con tu aliento para hacerle saber que estás ahí y que es libre para
partir. Si lo haces bien, partirá volando una mañana, sin avisar, justo a
tiempo para que alcances a probar la luz del sol.
Cuando finalmente estuvieran en
paz, era deber de las hadas como ella hacer reverdecer sus tumbas, para que les
llegara mejor el calor del sol. Porque una tumba verde, viva, es la mejor
manera de que ellos tengan luz y te
lo agradezcan. Y para eso están las hadas, ¿no?
También había que mantener
legibles los nombres. A nadie le gusta ser olvidado. Esos son malos modales. El
truco era hacerlo con la cantidad justa de musgo y tomarse el tiempo necesario.
Los nombres son poderosos, y era un error dejarlos perderse en el olvido,
abandonados y resentidos.
Recogió y mordisqueó distraída una de las flores ofrendadas mientras se estiraba, perezosa. Un rayo de luz de sol
acarició sus alas y aprovechó la pausa para bebérselo completito.
En fin, a trabajar.
La pequeña hada se alejó con sus
deberes, un rastro de rocío vespertino como único testigo de su paso.
A lo lejos, las campanas
empezaron a llamar.
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