Vicente está ladrando. Se escucha
desesperado, histérico. No pienso asomarme.
Antes de mudarte, deben
informarte si en esa casa ha habido algún asesinato, ¿no? O algo sobrenatural.
Es lo que dicen en la tele. He visto suficientes películas de asesinos seriales
y de casas poseídas para declararme un cuasi experto en el tema. Las historias
siempre tienen los mismos puntos en común: Se mudan, empiezan a pasar cosas que
poco a poco son más y más notorias, nadie les cree, pasa algo horrible,
investigan, descubren una tragedia pasada, los atacan abiertamente y descubren
que: o regresó el villano anterior, o es alguien imitándolo. Al final, los
sobrevivientes escapan y todo vuelve a comenzar.
A mí nadie me advirtió. Y menos
que volverían a terminar lo que empezaron. Parece que no quieren a nadie en su
antigua casa.
Todo estaba saliendo tan bien: terminé
la maestría y no tenía otra responsabilidad más que mi nuevo trabajo, el gato y
Vicente, lejos de los problemas de siempre. El proceso de reclutamiento fue
relativamente sencillo: me contactaron a través de la bolsa de trabajo de la
universidad y, antes de graduarme, ya había pasado la última entrevista. ¿Qué
si estaría dispuesto a mudarme? ¡Claro que sí! No lo pensé dos veces. Después
de tantos años soportando el tráfico, la contaminación, la inseguridad, sonaba
a buena idea eso de alejarse de la ciudad.
Me explicaron que la compañía se
dedica a desarrollar lentes y espejos de muy alta precisión para telescopios,
hornos solares y proyectos militares. Como los equipos son muy susceptibles a los
efectos de la contaminación, partículas suspendidas en el aire y vibraciones no
deseadas, las instalaciones están muy alejadas de cualquier centro urbano
grande y a una buena distancia de la autopista más cercana. Por mí, mejor.
Siempre quise vivir en un lugar aislado de las multitudes, y toda mi vida fue
un lujo poder disponer de tiempo y espacio suficientes. Ya no más. Ahora, tendría
todo el que quisiera.
Encontrar una casa en renta
resultó más sencillo de lo que esperaba. Había varias propiedades disponibles
en la zona (al parecer, desocupadas por los empleados anteriores), así que pude
elegir una de dos plantas, pequeña pero muy luminosa, con grandes ventanas que
daban a un jardín trasero bastante amplio, a unos cien metros del vecino más
cercano. El jardín era perfecto para que corriera Vicente, con una ladera que
descendía hacia un arroyuelo que se adivinaba (y se escuchaba) más allá de la
sombra de los árboles en la cañada.
El gato desapareció en cuanto
llegamos. ¿Por qué “el gato”? No sé, nunca estuvimos muy cómodos el uno con el
otro. Traté de nombrarlo un par de veces y así darle su lugar, pero con cada
nombre con el que lo llamaba parecía que me odiaba un poco más. Así que mejor
llegamos a un acuerdo tácito: yo le decía “el gato” y él me toleraría lo
suficiente para permitirme servirle de comer, siempre y cuando lo dejara en
paz.
Para cuando bajamos la última
caja del camión, al anochecer, ya estaba extremadamente inquieto y maullaba
lastimosamente. Se veía que se sentía especialmente miserable. Le serví comida
y lo dejé salir de su transportadora, para que reconociera su nueva casa. Con
un corto gruñido de protesta, corrió entre mis piernas y salió disparado hacia
los arbustos. Era evidente que no le gustó nadita la mudanza. Ya regresará,
pensé.
Parado en la entrada, viendo al
gato desaparecer, me llegó un olor extraño. Parece que a Vicente también,
porque empezó a ladrarle a todo, como si quisiera ahuyentar algo que estaba en
todas direcciones. No sé cómo no me había dado cuenta antes, pero el lugar
tenía un aroma peculiar. Como a aceite caliente y a café. No solo en la puerta;
era como si esa fragancia permeara todo: la casa de madera, el pasto, la
tierra, las piedras, el aire, las estrellas que empezaban a brillar. Nada
desagradable, pero curioso, porque no había cerca alguna planta procesadora,
fábrica de alimentos o algo parecido. Y ni siquiera había viento en ese
momento.
Tranquilicé a Vicente rascándole
detrás de las orejas y entramos a la casa. Los trabajadores de la mudanza
habían hecho un buen trabajo desempacando y acomodando todo y solo dejaron unas
cuatro o cinco cajas en la sala. Ya las abriría al día siguiente. Antes de
subirme con Vicente a dormir, dejé una ventana de la cocina abierta para el
gato, y ahí mismo puse su plato con comida. Nota mental: Ya solo olía a polvo,
a la madera de la casa y a pintura nueva. Tal vez había sido algo en el río.
El gato nunca regresó.
El día siguiente fue domingo y
aproveché para terminar de desempacar todo y acomodar mis libros y mis
recuerdos. Dedicado siempre a mis estudios, había vivido pocas cosas
emocionantes en mi vida, y se notaba: la foto de graduación, una foto con mi
papá en el zoológico, un par de medallas de matemáticas, la portada enmarcada
de la revista de la escuela donde me publicaron un artículo por primera vez,
una alcancía roja de cabina telefónica del único viaje que hice a Londres, la
foto del día que adopté a Vicente.
Por cierto, hacía un buen rato
que no lo escuchaba. Salí a buscarlo por la puerta de atrás – la comida del
gato estaba intacta – y lo llamé un par de veces. Bajé hacia la línea de
árboles y lo encontré escarbando en la base del tronco seco de un… ¿olmo?
¿sauce? ¿haya? No sé. Nunca he podido distinguirlos. Todos los árboles son
iguales. Pero ya no estaba rascando la tierra. Estaba quieto, agazapado, como
cuando jugábamos y esperaba a que le aventara algo para salir corriendo a
traerlo.
Lo alcancé y vi lo que
desenterró: una figura de nuestra casa tallada en madera. Se veía antigua,
porque la madera estaba muy gastada, los bordes redondeados y tierra húmeda en
las ventanas. En cuanto la tomé, una sensación de vértigo me envolvió, junto
con el olor de la noche anterior, abrumador, multiplicado miles de veces: aceite
caliente, café, aire viejo, el sabor a moneda de cobre en la boca inundando mi
garganta; los ojos y las manos los sentía calientes, muy calientes. El olor me
inundaba, era demasiado, tan fuerte que no podía respirar, los árboles dieron
vueltas a mi alrededor, me caía, me caía. Tuve un segundo de lucidez antes de
desvanecerme, y mi reacción fue arrojar lejos de mí la figura que me quemaba,
con todas mis fuerzas, hacia la cañada, a donde se escuchaba que corría el río.
Todo a mi alrededor se oscureció, de modo que solo quedó en el centro un punto
de luz cada vez más lejano, y me desmayé.
Cuando abrí los ojos, estaba boca
abajo sobre la tierra removida. Tosí, escupí tierra y vi sangre en ella. Me
había mordido la lengua antes de caer. Ya solamente olía a bosque, a humedad, a
río, a árboles. Al levantarme, me di cuenta de que Vicente había escarbado en
el centro de un círculo de unos tres metros de diámetro donde no había pasto,
ni hierbas, ni nada. Solo un tronco muerto. Había leído sobre algo así alguna
vez. Un círculo de hadas, creo. Se dan naturalmente en el bosque y traen muchas
supersticiones. Dicen que lo mejor es alejarse de ellos y dejarlos como los
encontraste. Mmmh… difícil a estas alturas.
Caminé a tropezones por la bajada
hacia el río, buscando la figura de madera entre la escasa hierba con una
desesperación creciente. Nunca he sido especialmente crédulo, pero, ¿para qué
arriesgarse? Maldita sea. No estaba por ninguna parte. Debió caer en el agua y,
si fue así, la corriente la arrastró a quién sabe dónde.
Ya no había nada más que hacer.
Ojalá se tratara de supersticiones y que todo eso de la casita de juguete fuera
solo cosa de niños, una anécdota de hace mucho tiempo y ya. Sonreí, nervioso.
Vicente estaba demasiado dócil junto a mí, como regañado. Me arrodillé para que
se sintiera seguro y dejé que su cercanía me tranquilizara a mí también.
Con mi brazo alrededor de su
cabezota y rascándole debajo del cuello, traté de sonreír y no darle tanta
importancia al asunto. Además, él me defendería de lo que fuera, ¿no?
Esa noche, regresaron.
No puedo decir mucho,
principalmente por que no sé bien qué es lo que pasó, si es que realmente ocurrió
algo. Recuerdo fragmentos, como en un sueño: anochecía cuando entré a la
regadera para quitarme el olor a tierra húmeda. Vicente estaba inquieto. Daba
vueltas alrededor de mi cama, olisqueando el aire. Me metí al chorro de agua
caliente y sentí cómo el aroma a tierra brotaba de mi piel, flotando con el
vapor a mi alrededor. La ventana del baño es pequeña y muy alta, así que solo
me deja ver el cielo. La vi estremecerse con una ráfaga de aire y escuché
rechinar la reja de la entrada. Vicente ladraba tímidamente. Creí escuchar algo
abajo, en la cocina. Cerré la llave del agua para estar seguro y, en ese
momento, todo se calló. Como si el sonido se hubiera ido del mundo. El viento,
la reja, Vicente, la ventana, nada hacía ruido. Ni siquiera oía el agua escurrirse
en ese plic, plic, plic, que normalmente llena esos momentos entre los silencios.
En ese momento, más que olerlo, sentí un olor a café recién hecho escurriéndose
por los resquicios de la ventana cerrada. Entré en un pánico irracional. Abrí
la cortina del baño de un manotazo, di una larga zancada para salir de la tina
mientras me estiraba por la toalla... y todo se volvió de cabeza. Me golpeé en
el pómulo izquierdo con algo sólido, escuché un crack cuando mi cara rebotó hacia atrás y el silencio nuevamente se
llenó de ruido.
Me quedé tirado en el piso,
desorientado y adolorido. Y entonces se me heló la sangre. Vi de reojo que Vicente
entró por la puerta que dejé abierta y se sentó atento, la cabeza ladeada, mirando
arriba, hacia la ventana.
No había nada ahí.
Me paralicé y contuve la respiración.
Después de un largo, larguísimo momento de tensión, Vicente se levantó de golpe
y se interpuso entre la ventana y yo, enseñando los colmillos, gruñendo. De
pronto empezó a ladrar, y supongo que lo que sea que haya estado ahí se alejó –
aparentemente.
La cara me palpitaba y punzaba dolorosamente,
así que muy lentamente, revisando todas las esquinas y encendiendo todas las
luces, bajé a la cocina por algo frío para que no se inflamara tanto. Vicente iba
tranquilo a mi lado, como si nada hubiera pasado. Tal vez todo era culpa de mi
descuido y mis nervios. Sí, seguro exageré mi reacción. Tomé una bolsa de
verduras congeladas, me la puse en el ojo y subimos a dormir.
La ventana del baño estaba entreabierta.
Al día siguiente, no quise saber
nada. Hablé a la oficina con cualquier pretexto, y no salimos en todo el día.
En cuanto la luz de la tarde
envejeció, encendí todas las luces de la casa y me encerré con Vicente en mi
habitación. Una de las razones por las que me decidí por la casa fue la vista desde
esta ventana. Era muy bella desde ahí: el jardín rodeado por altos árboles frondosos
(investigué en la mañana y eran principalmente pinos y olmos), las colinas que
bajaban hasta la orilla del terreno mientras se doblaban y doblaban sobre sí
mismas a la distancia. Antes de que los tonos dorados del atardecer se
fundieran y se escurrieran entre las hojas de los árboles, cerré las persianas
y encendí la tele para distraerme, dejándola en cualquier cosa que hiciera
ruido. Era un talk show sin sentido, monótono y de política. Todos vestidos de
negro, discutían acerca de las implicaciones del precio del petróleo sobre
no-sé-qué, y era ligeramente interesante. Seguramente en otras circunstancias
le hubiera puesto atención. Pero no esta vez.
Afuera ya estaba oscuro, tal vez
más de lo normal. Una ráfaga de viento empezó a castigar las copas de los
árboles.
Y entonces, regresaron.
El olor. Ese mismo aroma tan presente
en todo, como si nunca se hubiera ido. Algo pesado se cayó en la cocina y sentí
una explosión de adrenalina en el pecho, de miedo puro. Vicente se puso
frenético y corrió hacia las escaleras. Yo, más por no quedarme solo y contra
toda precaución, salí detrás de él, con la energía del momento.
Al llegar abajo me paralicé. La
puerta de atrás estaba abierta.
Vicente salió disparado por la
cocina, persiguiendo algo que… no sé. No quise ver qué era. Di media vuelta y prácticamente
volé de vuelta hacia arriba. Cerré la puerta de mi cuarto de un golpe y le
recargué la silla de mi escritorio. No la atranqué, simplemente la puse ahí,
como si fuera suficiente para defenderme de lo que sea que venía por mí. Busqué
rápidamente algo pesado. ¿Un libro? No, qué infantil. Arranqué del baño el tubo
de aluminio para colgar la toalla, me aseguré que la ventana estuviera cerrada
con seguro…
Y esperé.
No sé cuánto tiempo ha pasado.
Solo unos instantes, tal vez. Ya no siento esa adrenalina, solo un pánico frío en
el estómago y en las palmas de las manos. Me las limpio en el pantalón y vuelvo
a sujetar el tubo con fuerza. Vicente está ladrando. Se escucha desesperado,
histérico. No pienso asomarme.
Pienso en todo lo que ha pasado
para llegar a esto, y honestamente no comprendo por qué. Podría irme un par de
días a casa de alguien – pero no conozco a nadie por aquí – o a un hotel. Debe
haber alguno por aquí, supongo. ¿Qué me dirán en la oficina? Divago un poco.
Ya no escucho ladridos.
Discúlpame, Vicente. No supe cómo protegerte, mientras que tú lo hiciste hasta
el último aliento.
¿Y el gato? ¿Dónde estará? No sé
qué pasó, pero ya no está conmigo. ¿Fui tan mal dueño? Dicen que ellos saben
cosas, que te protegen o algo así.
Me arriesgo a asomarme por el
borde inferior de la ventana. La luz de abajo está apagada. ¡Maldita sea!
¿Qué fue eso? Algo crujió en las
escaleras.
Creo que están en la puerta de mi
recámara. Tengo mucho vértigo y un fuerte gusto a café quemado en la garganta.
Curioso. A mí ni me gusta el café. Llevo como cinco años sin probar uno.
¿Qué hice mal? ¿Fue mi culpa?
Ya están aquí.