11 de septiembre de 1297. Puente
de Stirling, Escocia.
William Wallace se agachó con un
movimiento brusco, prácticamente dejándose caer sobre su pierna izquierda. Sin
darse tiempo para sentir la caída, se impulsó con esa misma pierna hacia ese
costado, mientras estiraba el cuello para pegar la cabeza al suelo y esquivar
un segundo tajo horizontal en menos de dos segundos. Sus ojos todavía no enfocaban bien y le
ardían dolorosamente por el aceite caliente, pero por lo menos se había alejado
lo suficiente para evitar las flechas encendidas. A su alrededor, todo era caos:
golpes, alaridos, y el penetrante olor a pelo quemado, sangre, sudor y orina, omnipresente en cualquier batalla.
También se escuchaba algún relincho ocasional. La caballería inglesa debía
haber chocado con sus picas en una zona más cerca de lo que había esperado. Una sombra se
abalanzó sobre él, sacándole de su distracción. Más por reflejo y por ganar
tiempo, soltó una patada con la pierna derecha, amplia y barriendo la zona. En
cuanto sintió el contacto con los pies de su atacante recogió la pierna y, en
un fluido movimiento, se enderezó y puso la rodilla derecha al piso, al tiempo
que levantó su espada diagonalmente con la punta hacia abajo, la mano izquierda
en un costado de la hoja, como soporte. Casi inmediatamente, su bloqueo fue
efectivo, rechazando una espada enemiga. Lo que le preocupaba es que de este
lado del combate había visto soldados ingleses con picas. Contra ésas no podría
defenderse a ciegas. Necesitaba recuperar la visión. Sin perder el impulso y en
contra de un movimiento natural, en lugar de retroceder tras bloquear el golpe,
lo siguió, impulsándose hacia adelante con su pierna izquierda y estirando la
empuñadura de su espada con toda la extensión del brazo derecho. Sintió con
satisfacción el impacto con la quijada de su oponente, a la vez que envolvió la
mano de su adversario con su mano izquierda, torciéndole la muñeca y cambiando
la dirección de la punta de su arma. Un último empujón para ponerse de pie y la
punta del arma enemiga atravesó limpiamente la garganta de su rival, atorándose
en la base del cráneo.
Libre ya de un ataque inminente,
Wallace se agachó a recoger un puñado de tierra y pasto para frotarlo sobre sus ojos. Unos cuantos
parpadeos y su visión regresó. Todavía ardía, pero podía ver. Había dos
irlandeses a su derecha, con sus barbas pelirrojas y largas pértigas, manteniendo
a raya a tres soldados con el emblema de los tres leones y armas más cortas,
incapaces de acercarse sin recibir un golpe.
Después de la carga enemiga
frontal a través del estrecho puente de Stirling, el estandarte de los leones
amarillos se encontraba muy cerca. Wallace vio un soldado de caballería enemigo
atravesar con su pica a un escocés, a escasos diez pasos de su posición. ¡Un
caballo! ¡Justo lo que necesitaba para conquistar el pendón enemigo, y ser
visible en todo el campo de batalla! Así los ingleses no tendrían otra que
aceptar la derrota. Sujetando su larga espada con ambas manos y dando un
alarido, se dirigió con largas zancadas al flanco del jinete.
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