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El peor día de mi vida

El 19 de septiembre de 1985 fue el peor día de mi vida. Mis recuerdos de ese día están ligados a una lluvia muy fuerte de la noche anter...

Thursday, August 31, 2017

Vodyanoy, o la otra historia del Laberinto y Ofelia. Fantasía

Sentada entre las ramas de una haya al otro lado del río, lo vio todo, desde el principio. El árbol, el sapo, la niña, la tormenta.
El árbol, le contó su abuela, había estado ahí desde siempre. Y se notaba. Era un olmo inmenso y no tenía más arboles a su alrededor, como si quisiera demostrar su dominio en las colinas. Sus raíces llegaban a la orilla del arroyo y era difícil saber cuál de los dos había estado ahí primero. Parecía que el río necesitaba a ese árbol más que el árbol a sus frías aguas. Seguramente las ramas del árbol alguna vez habían llegado también hasta el viejo molino abandonado. Pero eso era antes. Ahora, el árbol se moría. Sus ramas se han secado; las pocas hojas que le quedan se aferran todavía, como si no hubieran sabido nunca cuándo debían haber caído y ahora que es demasiado tarde no se deciden a hacerlo.
Pero ella sabía qué le había pasado al árbol. Lo había visto. La primera vez, fue hace varios años. Ella todavía era muy chica como para sorprenderse. Fue junto al molino, cuando todavía la gente llevaba sus granos para “enconvertirlos” en harina. Esa mañana el molinero había recibido a un visitante. Desde donde ella estaba, parecía como si vistiera un abrigo de musgo debajo de una barba pantanosa y un largo cabello verde.  El molinero salió muy enojado, gesticulando y persiguiendo al visitante hasta hacerlo saltar al río. Recogió unas rocas de la orilla y las arrojó al agua, gritando: “¡Ya no más, entiende! ¡Esto es para ti, disfrútalas!”. Ella no entendió qué pasaba, así que se quedó ahí y observó. Se le daba muy bien eso de quedarse mucho tiempo quieta entre las ramas sin que nadie la encontrara. Y justamente al medio día (lo supo porque fue el momento en que las rocas del río dejaron de tener sombras), la corriente simplemente dejó de pasar por la rueda del molino. Lentamente, el molino se detuvo por última vez. El río no se había secado. Simplemente, decidió cambiar su recorrido y dejar de pasar por ahí. Como si el molino hubiera sido construido un par de brazas antes de donde debería haber estado. El molinero se mudó poco después.
Ella nunca supo realmente qué había sucedido, pero algo tenía muy claro: el río era de él, del visitante vestido de verde con una cara que te hacía pensar en un sapo, aunque no era necesariamente fea. Además, ese rostro se le hacía familiar. ¿Dónde lo había visto antes? Ahora que lo pensaba, se parecía a alguien que a veces visitaba a su madre. No podía asegurarlo, porque ella siempre la mandaba fuera de la casa antes de que él llegara, pero había alcanzado a verlo de reojo en un par de ocasiones. Ese andar disparejo era muy peculiar. En fin…
Hace un par de meses, lo volvió a ver. Vio cómo salió lentamente del río, se estiró, se lamió el ojo izquierdo de un lengüetazo y se acostó sobre una raíz del gran árbol a tomar el sol. Ahora parecía más un sapo enorme, pero esa barba era difícil de olvidar. Ella se quedó inmóvil, más que de costumbre. Después de un rato, el visitante… (o, más bien, los hombres eran los visitantes, razonó. Este era su hogar desde antes que llegáramos nosotros, con nuestros molinos, nuestras iglesias, nuestros borregos y nuestras peleas). Después de un rato, él (porque no sabía cómo llamarlo. ¿Qué sería? ¡Seguramente un hada!) se estiró y caminó con calma por las raíces, hacia el tronco, hasta desaparecer por el túnel que ella había descubierto alguna vez. Era un túnel, sabía, que llegaba hasta lo más profundo del árbol. Y algo le pasó al árbol. No supo cómo describirlo, pero le pareció que se estremeció completo en un segundo. Y él ya no salió.
Al día siguiente, cuando ella regresó a su escondite, el árbol parecía muerto, sin hojas en plena primavera. Se atrevió a acercarse a la entrada del túnel, pero un olor espantoso le impidió entrar, como si algo salido de un pantano se estuviera fermentando ahí abajo. Mejor se alejó y regresó a su casa.
Regresaba cada dos o tres días, pero no vio ningún cambio. Hoy, más por costumbre, estaba entre las ramas de su árbol favorito cuando vio a alguien acercarse de colina abajo. Era una niña, como de su edad y de su misma estatura, con un vestido verde de seda muy bonito, zapatos relucientes y una diadema. Llegó directamente al árbol viejo. Se detuvo un momento, como dudando. Y es que había un gran charco de lodo alrededor del árbol. Aparentemente no le importó. Como si estuviera en una misión, se sacó el vestido por arriba de la cabeza y lo colocó cuidadosamente, junto con la diadema, en las ramas del árbol, quedándose en un sencillo fondo de algodón y sus zapatos negros, muy brillantes. Abrió una bolsa de cuero que traía con ella y sacó algo que parecían tres esferas de ámbar muy grandes. Las puso de vuelta en la bolsa y, con mucha determinación, sin considerar que arruinaría sus zapatos, entró a gatas en el túnel.
Con mucha curiosidad, decidió esperar a que la niña saliera, aunque el cielo estuviera encapotado y empezaba a retumbar. Una fría ráfaga tiró el vestido al lodo. ¡Qué lástima! ¡Tan bonito que era! ¿Qué iría a hacer la niña? ¿Y por qué querría molestarlo a él? ¡Si no le hacía mal a nadie! Además, ¡estaba en su casa!
Se escuchó un rugido apagado, como de un sapo enorme. ¿No sería un trueno distante? No, estaba segura que lo había oído salir del árbol. ¡Ahí estaba otra vez! Después, por más que aguzó el oído, nada.
La niña salió nuevamente, completamente cubierta de ... algo. Lodo, tal vez. Se limpió la frente con el dorso de la mano, buscó su vestido y, con una mirada resignada, lo levantó del charco y se lo volvió a poner. Como el cielo seguía tronando, se fue corriendo colina abajo y se perdió de vista.
¿Qué había pasado? De alguna manera, la niña del vestido bonito debió haber matado al sapo-hada, estaba segura. Se veía en la actitud de satisfacción de la niña. ¡Qué mal! ¡Eso no se hace! Mañana lo averiguaría.
En fin, estaba comenzando a llover. Unas gruesas gotas le cayeron sobre los ojos. Esta sería una tormenta grande. Más valía apurarse, o la regañarían otra vez. De un lengüetazo se limpió los ojos, brincó los tres metros que la separaban del suelo, y corrió hacia su casa.

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