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El peor día de mi vida

El 19 de septiembre de 1985 fue el peor día de mi vida. Mis recuerdos de ese día están ligados a una lluvia muy fuerte de la noche anter...

Wednesday, July 4, 2018

Hambre

¡Buenos días! ¡Ya es de día! ¡Ya es de día! ¡Qué emoción!
Corres hasta la ventana y te asomas entre las cortinas para ver la calle. El vidrio está frío y tu respiración lo empaña y nubla un poco la vista hacia afuera. Todo tiene ese tono oscuro de después de la lluvia, invitándote, esperándote.  ¡Ya no está lloviendo! ¡Vas a salir! ¡Qué alegría!
Casi te tropiezas con tu cama, pero ni cuenta te das en tu prisa. Corres a la recámara, empujas la puerta entreabierta y miras arriba, entre las cobijas. Sí, sigue dormido.
Le das los buenos días, fuerte y claro. Como de costumbre, no reacciona todavía, así que tomas el edredón y lo jalas hasta dejarlo en el suelo. Te acercas a la orilla de la cama, te sientas y vuelves a dar los buenos días, más fuerte.
Nada.
Qué raro. A estas alturas siempre se levanta con una sonrisa, te saluda y te besa amorosamente la nariz. Después, te sirve el desayuno. Pero hoy no. Ya que lo piensas, huele un poco raro, como a enfermo. Le tocas la mano y está muy caliente. Tal vez sea por eso.
Quieres ayudar, así que sales al pasillo a buscar algo. Regresas con una pelota, una de las nuevas, de las que chillan cuando las muerdes. La dejas en la cama y vuelves a ladrar.
¡WOOF!
La pelota es una idea genial. A ti siempre te alegra. Más, porque significa salir a correr en el pasto. La empujas con la nariz hasta su mano.
Nada otra vez.
Hundes la nariz en la palma de su mano y aspiras profundamente. Sí, ahí está. Enfermo, del tipo caliente y débil. No hay duda. Qué mal. Tendrás que jugar solo.
Lames su mano hasta que reacciona. “No estés triste. Despierta. ¿Estás cansado? Ven, yo te ayudo. Vamos a jugar con la pelota.” Muerdes cariñosamente su manga y lo jalas un poco. Él te acaricia suavemente detrás de las orejas, como te gusta, y te sonríe desde su almohada. Te dice cosas, lo interrumpe un ataque de tos y te sigue platicando, sonriendo y con ojos tristes al mismo tiempo.
Te gusta cuando platica contigo. Como solo son ustedes dos, lo hace muy a menudo. Y tú siempre le pones mucha atención y le contestas con uno o dos ladridos. Eso lo hace feliz.
Pero no hoy. Ya se volvió a dormir. Esto de estar enfermo es aburrido. Y ya tienes hambre.
Vas a la cocina, a revisar tu plato. Qué desilusión. Sigue tan vacío como hace rato. Todavía huele a tus croquetas de anoche y a sopa de pollo. Olfateas alrededor, empujando el plato, y tomas un poco de agua del otro plato. En fin.
Regresas a la recámara y te subes a los pies de la cama. Das un par de vueltas para acomodarte y te acuestas con la cara recargada en tus patas delanteras. La pelota se cae, rebota una vez con un chillido débil y rueda debajo de la cama. Duermes.

La cocina, anoche a la hora de cenar. Te está sirviendo sopa de pollo, mezclándola con tus croquetas. Te gusta mucho cuando comparte contigo su comida. Aunque está caliente, te la terminas antes de que él regrese a su silla y pides más. Él se ríe y te contesta algo, pero no te vuelve a servir. Eso es frustrante, porque todavía tienes hambre. Aunque, la verdad, siempre tienes hambre. Vuelves a ladrar, esta vez invitándolo a jugar y corres hacia la puerta, para que te abra y salgan al parque. Él te dice algo y señala a la ventana. Corres hacia allá, te levantas en dos patas y te recargas contra el vidrio para ver hacia afuera. Qué mal. Está lloviendo.
Aun así, no te desanimas.
¡WOOF!
Quieres salir. Ya van un par de días en que él se siente mal y se duerme temprano, por lo que no han salido. Quieres correr y perseguir pájaros y disfrutar olores y hacer hoyos en la tierra y mordisquear el pasto mojado y buscar gatos y ardillas. Quizá hasta atrapar alguno.
Él te regaña, un poco en broma, pero mueve la cabeza y no te abre la puerta. Termina su cena y recoge sus platos. Los lava, despacio, y abre la ventana frente a él para regar la flor que acaba de crecer en esa maceta de ahí, donde siempre se mueren las plantas. En eso, se le cae algo al piso. Últimamente se la pasa tirando cosas todo el tiempo. Se agacha para recogerlo…
¡Es tu oportunidad! Te levantas rápidamente y, de un solo movimiento, brincas a la silla, luego a donde pone los platos para lavarlos y de ahí, de un solo salto, por la ventana abierta hasta el pasto del otro lado.
¡Lo lograste! ¡Qué felicidad! De la emoción, olvidas por un momento que está lloviendo. Corres y corres y corres. Oyes, de muy lejos, que abre la puerta y te llama. Pero no vas a regresar tan pronto y desperdiciar la diversión. Brincas sobre los charcos y salpicas, muy contento, corriendo en círculos bajo la lluvia.
De repente, una luz muy intensa te paraliza y el ruido ensordecedor de algo muy grande casi encima de ti hace que brinques hacia un lado en el último momento. Te detienes, jadeando y espantado…

Despiertas, sobresaltado. ¿Qué fue ese ruido?
Silencio. Levantas una oreja, para oír mejor. ¡Sí! ¡Ahí está otra vez! Es él, tosiendo. Recuerdas que después del susto de ayer, te alcanzó y te habló muy fuerte y serio, arrodillado junto a ti. Te dijo que no muchas veces. Te abrazó y lloró. Le lamiste las lágrimas y lloró más, luego menos, hablándote todo el tiempo. Los dos se mojaron mucho y regresaron a la casa, caminando despacito.
Ahora está enfermo. Eso debe ser. Tú te sientes bien, solo que con hambre.
Él sigue sin levantarse. Ni siquiera se ha vuelto a tapar. Qué mal. Todavía huele a enfermo.
Al día siguiente, tiene un olor un poco diferente, dulzón. Sigue caliente y tosiendo. Platica mucho, pero no te contesta cuando le ladras.
¡WOOF!
No, nada. Husmeas por la casa. En la cocina, te comes unas hormigas de un lengüetazo. ¡El baño está abierto! Bebes mucha agua del excusado, ¡y nadie te regaña! ¡Qué genial! Te comes el rollo de papel y muerdes el jabón. ¡Qué mal sabe! Corres por la casa. Te sientes más confiado y, como no escuchas ninguno de los gritos de siempre, te subes a la mesa de la cocina, donde te encuentras un pedazo de pan. Pero ya no hay más comida.
Aburrido, te acuestas a sus pies. Ojalá se levante pronto.
Duermes intranquilo.
Al día siguiente, ya no se mueve. Por lo menos ya no está caliente. Corres más por la casa. Destrozas el tapete de la entrada, muy meticulosamente. Rasgas los cojines de la sala y tratas de comer lo de adentro. No, no se puede. Sigues buscando. Sacas la planta del pasillo de su maceta y pruebas la tierra. No, tampoco. Escarbas en el bote de basura de la cocina. Todo lo que podía comerse ya se acabó. Estás triste.
¡Idea! ¡La ventana por donde saltaste! No, cerrada. Lloras mucho y recargas la cabeza sobre tus patas delanteras. Tienes hambre.
Otra idea se abre paso y hace que te levantes lentamente, con las orejas muy paradas: la recámara.
Desde la puerta, tratas de despertarlo otra vez.
¡WOOF!
Nada. Esa idea ya es más fuerte, abriéndose paso desde lo más profundo del instinto carnívoro. Además, ya no huele a enfermo.
Y tienes hambre.
Con decisión y esa alegría del descubrimiento, olvidas que eres un perro come-croquetas y entras a la recámara, hacia la cama.

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