¡Buenos días! ¡Ya es de día! ¡Ya
es de día! ¡Qué emoción!
Corres hasta la ventana y te
asomas entre las cortinas para ver la calle. El vidrio está frío y tu
respiración lo empaña y nubla un poco la vista hacia afuera. Todo tiene ese
tono oscuro de después de la lluvia, invitándote, esperándote. ¡Ya no está lloviendo! ¡Vas a salir! ¡Qué
alegría!
Casi te tropiezas con tu cama,
pero ni cuenta te das en tu prisa. Corres a la recámara, empujas la puerta
entreabierta y miras arriba, entre las cobijas. Sí, sigue dormido.
Le das los buenos días, fuerte y
claro. Como de costumbre, no reacciona todavía, así que tomas el edredón y lo jalas hasta
dejarlo en el suelo. Te acercas a la orilla de la cama, te sientas y vuelves a
dar los buenos días, más fuerte.
Nada.
Qué raro. A estas alturas siempre
se levanta con una sonrisa, te saluda y te besa amorosamente la nariz. Después,
te sirve el desayuno. Pero hoy no. Ya que lo piensas, huele un poco raro, como
a enfermo. Le tocas la mano y está muy caliente. Tal vez sea por eso.
Quieres ayudar, así que sales al
pasillo a buscar algo. Regresas con una pelota, una de las nuevas, de las que
chillan cuando las muerdes. La dejas en la cama y vuelves a ladrar.
¡WOOF!
La pelota es una idea genial. A
ti siempre te alegra. Más, porque significa salir a correr en el pasto. La
empujas con la nariz hasta su mano.
Nada otra vez.
Hundes la nariz en la palma de su
mano y aspiras profundamente. Sí, ahí está. Enfermo, del tipo caliente y débil.
No hay duda. Qué mal. Tendrás que jugar solo.
Lames su mano hasta que
reacciona. “No estés triste. Despierta. ¿Estás cansado? Ven, yo te ayudo. Vamos
a jugar con la pelota.” Muerdes cariñosamente su manga y lo jalas un poco. Él
te acaricia suavemente detrás de las orejas, como te gusta, y te sonríe desde
su almohada. Te dice cosas, lo interrumpe un ataque de tos y te sigue
platicando, sonriendo y con ojos tristes al mismo tiempo.
Te gusta cuando platica contigo.
Como solo son ustedes dos, lo hace muy a menudo. Y tú siempre le pones mucha
atención y le contestas con uno o dos ladridos. Eso lo hace feliz.
Pero no hoy. Ya se volvió a
dormir. Esto de estar enfermo es aburrido. Y ya tienes hambre.
Vas a la cocina, a revisar tu
plato. Qué desilusión. Sigue tan vacío como hace rato. Todavía huele a tus croquetas
de anoche y a sopa de pollo. Olfateas alrededor, empujando el plato, y tomas un
poco de agua del otro plato. En fin.
Regresas a la recámara y te subes
a los pies de la cama. Das un par de vueltas para acomodarte y te acuestas con
la cara recargada en tus patas delanteras. La pelota se cae, rebota una vez con un chillido débil y rueda debajo de la cama. Duermes.
La cocina, anoche a la hora de
cenar. Te está sirviendo sopa de pollo, mezclándola con tus croquetas. Te gusta
mucho cuando comparte contigo su comida. Aunque está caliente, te la terminas
antes de que él regrese a su silla y pides más. Él se ríe y te contesta algo,
pero no te vuelve a servir. Eso es frustrante, porque todavía tienes hambre.
Aunque, la verdad, siempre tienes hambre. Vuelves a ladrar, esta vez
invitándolo a jugar y corres hacia la puerta, para que te abra y salgan al
parque. Él te dice algo y señala a la ventana. Corres hacia allá, te levantas
en dos patas y te recargas contra el vidrio para ver hacia afuera. Qué mal. Está
lloviendo.
Aun así, no te desanimas.
¡WOOF!
Quieres salir. Ya van un par de
días en que él se siente mal y se duerme temprano, por lo que no han salido. Quieres
correr y perseguir pájaros y disfrutar olores y hacer hoyos en la tierra y mordisquear
el pasto mojado y buscar gatos y ardillas. Quizá hasta atrapar alguno.
Él te regaña, un poco en broma,
pero mueve la cabeza y no te abre la puerta. Termina su cena y recoge sus
platos. Los lava, despacio, y abre la ventana frente a él para regar la flor que
acaba de crecer en esa maceta de ahí, donde siempre se mueren las plantas. En eso, se le cae algo al piso. Últimamente
se la pasa tirando cosas todo el tiempo. Se agacha para recogerlo…
¡Es tu oportunidad! Te levantas rápidamente
y, de un solo movimiento, brincas a la silla, luego a donde pone los platos
para lavarlos y de ahí, de un solo salto, por la ventana abierta hasta el pasto del
otro lado.
¡Lo lograste! ¡Qué felicidad! De
la emoción, olvidas por un momento que está lloviendo. Corres y corres y
corres. Oyes, de muy lejos, que abre la puerta y te llama. Pero no vas a
regresar tan pronto y desperdiciar la diversión. Brincas sobre los charcos y salpicas, muy contento, corriendo
en círculos bajo la lluvia.
De repente, una luz muy intensa te
paraliza y el ruido ensordecedor de algo muy grande casi encima de ti hace que
brinques hacia un lado en el último momento. Te detienes, jadeando y espantado…
Despiertas, sobresaltado. ¿Qué
fue ese ruido?
Silencio. Levantas una oreja,
para oír mejor. ¡Sí! ¡Ahí está otra vez! Es él, tosiendo. Recuerdas que después
del susto de ayer, te alcanzó y te habló muy fuerte y serio, arrodillado junto
a ti. Te dijo que no muchas veces. Te abrazó y lloró. Le lamiste las lágrimas y
lloró más, luego menos, hablándote todo el tiempo. Los dos se mojaron mucho y
regresaron a la casa, caminando despacito.
Ahora está enfermo. Eso debe ser.
Tú te sientes bien, solo que con hambre.
Él sigue sin levantarse. Ni
siquiera se ha vuelto a tapar. Qué mal. Todavía huele a enfermo.
Al día siguiente, tiene un olor un poco diferente,
dulzón. Sigue caliente y tosiendo. Platica mucho, pero no te contesta cuando le
ladras.
¡WOOF!
No, nada. Husmeas por la casa. En
la cocina, te comes unas hormigas de un lengüetazo. ¡El baño está abierto! Bebes
mucha agua del excusado, ¡y nadie te regaña! ¡Qué genial! Te comes el rollo de
papel y muerdes el jabón. ¡Qué mal sabe! Corres por la casa. Te sientes más confiado y, como
no escuchas ninguno de los gritos de siempre, te subes a la mesa de la cocina,
donde te encuentras un pedazo de pan. Pero ya no hay más comida.
Aburrido, te acuestas a sus pies.
Ojalá se levante pronto.
Duermes intranquilo.
Al día siguiente, ya no se mueve.
Por lo menos ya no está caliente. Corres más por la casa. Destrozas el tapete
de la entrada, muy meticulosamente. Rasgas los cojines de la sala y tratas de
comer lo de adentro. No, no se puede. Sigues buscando. Sacas la planta del
pasillo de su maceta y pruebas la tierra. No, tampoco. Escarbas en el bote de
basura de la cocina. Todo lo que podía comerse ya se acabó. Estás triste.
¡Idea! ¡La ventana por donde
saltaste! No, cerrada. Lloras mucho y recargas la cabeza sobre tus patas
delanteras. Tienes hambre.
Otra idea se abre paso y hace que
te levantes lentamente, con las orejas muy paradas: la recámara.
Desde la puerta, tratas de despertarlo
otra vez.
¡WOOF!
Nada. Esa idea ya es más fuerte, abriéndose paso desde lo más profundo del instinto carnívoro. Además,
ya no huele a enfermo.
Y tienes hambre.
Con decisión y esa alegría del
descubrimiento, olvidas que eres un perro come-croquetas y entras a la recámara, hacia la cama.
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