Había una vez una niña que veía
los colores de las mariposas.
Los veía en todos lados: en los
árboles, en los animales, en las personas. No solo en las mariposas. Todos
tenían alas de colores.
Algunas eran tenues, tímidas y
transparentes; otras, vibrantes y escandalosas como una carcajada. Todas eran
diferentes.
Los colores más bonitos siempre
los tenían los niños y los novios caminando de la mano.
Los adultos más serios, de traje,
corbata y portafolio tenían los colores más apagados, como de mariposas
nocturnas.
Los colores de los viejitos eran de
polillas. Excepto las señoras de cabello azul, rosa o morado. A ellas las
seguían alas alegres por donde caminaran, como imitando su cabello.
Las personas enfermas tenían sus
colores tristes, temblorosos, en volutas evaporándose al sol. No todos sabían
que estaban enfermos. A ellos evitaba verlos a los ojos, no se fueran a dar
cuenta. Mejor así, que no supieran.
¿Y los suyos? Ella no veía sus propios
colores y siempre se había preguntado cómo serían. ¿Tal vez brillantes y
cálidos, como si la primavera tuviera una bandera? ¿O del color de la selva después
de llover? Le gustaban los colores después de la lluvia, como si alguien
acabara de estrenar la caja de plumones.
Bueno, no le importaba realmente, era una niña feliz.
“Qué bonito que todos tengan alma
de mariposa,” pensaba. Cuando la descubrían con sus colores en la mano,
dibujando la gente a su alrededor y le preguntaban qué quería ser cuando fuera
grande, siempre decía: “¡Pintora!” Pero en realidad, quería ser maestra. Así les
enseñaría a todos cómo ver los colores de las mariposas.
Ya verían todos qué bonito.
Sus papás le decían que qué bien,
pero que estudiara primero. Así llegaría a ser una doctora muy importante, una
astronauta o hasta presidente. Ellos solo querían lo mejor para ella.
La niña creció y, poco a poco, cambió
los lápices de colores por libros con fotos de animales y planetas, de
científicas famosas y mujeres importantes. Se volvió una ingeniera muy
brillante y trabajó con cohetes y viajes a Marte y olvidó los colores de las
mariposas.
Hasta que tuvo una hija, y su
hija comenzó a dibujar a la gente rodeada de colores brillantes. Entonces
recordó.
Y habló con su hija:
- ¿Sabes? Yo también veía los
colores de la gente cuando tenía tu edad.
- ¿Y ya no, mamá?
- No, amor.
- ¿Por qué ya no? ¿No te
gustaba?
- ¡Claro que me gustaba! Simplemente,
estuve tan ocupada que se me fue olvidando cómo hacerlo. Que nunca te pase lo
mismo, por favor.
- ¡Pues claro que no, mamá! ¿Qué
no ves que nos estoy dibujando?
En la hoja había una mamá y una
hija. La niña tenía un vestido rosa brillante y unas alas enormes, como de hada
de los arcoíris. La mamá tenía una bata blanca, lentes y el cabello recogido, y
estaba rodeada de unos colores muy tenues, que se difuminaban hacia arriba, en dirección al sol entre las nubes azules.
Su hija terminó el dibujo con
tres sonrisas gigantes: una en la niña, una en la mamá y una en el sol amarillo
canario.
- Mira mamá, el sol está feliz
también de recibir tus colores. -Hizo una pausa, pensativa.- ¿Qué va a pasar cuando se te acaben?
Ella no contestó. Sonrió y abrazó
a su hija muy, muy fuerte.
No la soltaría nunca.
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