“Santa María, madre de Dios
Ruega por nosotros los pecadores
Ahora y en l’ora de nuestra
muerteamén.”
Desde su cama, Gis escuchó
pacientemente a mamá terminar su rosario afuera de su cuarto. Como cada noche,
estaba en el pasillo, arrodillada con la mano sobre la puerta. No tenía que
levantarse para saberlo. La sentía desde ahí, acostada. Pero eso nunca se lo
había contado. Para qué.
No quería angustiarla más. Ni
espantarla. Además, ya estaban bien, ¿no?
Después de terminar el último
avemaría, se incorporó lentamente. Como siempre, las rodillas le dolían, pero
era un pequeño sacrificio. A su edad, era poco lo que ya no le dolía después de
terminar el quehacer, ir al mercado y conseguir algo para que comiera su
pequeña. Todo fuera por la salvación del alma inmortal de Gisela. Si eso en el
cuarto de su hija todavía seguía siendo Gisela.
Se limpió las manos en el
delantal con un gesto ausente, le transfirió un beso con la punta de los dedos
al crucifijo de la puerta y, silenciosamente, fue a la sala a recostarse un
poco y levantar los pies en su taburete de flores.
Estaba cansada pero, como lo
había dicho ayer en la confesión al padre, no eran sus huesos los que le
pesaban. Sentía el alma agotada y sabía que, para eso, nadie iba a llegar a
ayudarla.
- Ya no sé qué hacer con mi hija,
padre. Cada vez se pone peor. A veces pienso que tiene el Diablo adentro.
- Está entrando a la edad difícil,
hija. Paciencia, que todo se resolverá con tiempo y amor.
- Si tan solo fuera tan fácil,
padre.
- Recuerda que no hay hija mala,
solo rebelde o mal encaminada. Y para eso estamos nosotros aquí.
- Estoy muy cansada, padre. Solo
quiero dejar de preocuparme y descansar. Pero mi Gis me necesita. Hay que hacer
todo lo que esté en nuestras manos por nuestros hijos, ¿cierto?
- Te refieres a protegerlos y
corregirlos, ¿no, hija?
Ella no respondió de inmediato.
“Sí, padre. Justo a eso”, contestó finalmente, la mirada cansada.
Gis quería seguir yendo a la
escuela. No era justo que ya ni siquiera la dejaran ir a las fiestas de cumpleaños
de sus amigas. Sí, sí, mamá ya se lo había explicado, que no podía andar por
ahí atacando por impulso a alguna otra niña. Además, ningún festejo infantil
era en la noche. Qué complicado. Le entró una angustia repentina. Faltaban solo
dos semanas para su cumpleaños. ¿Y si tampoco la dejaba hacer SU FIESTA?
Nonono. Eso no podría ser.
Y entonces se le ocurrió una idea
genial. Ella planearía todo: los invitados, el pastel, la piñata (no importa
que ya estuviera grande para eso, como decían sus amigas – era su parte
favorita), la música, los juegos; en fin, todos los detalles. Y se los
enseñaría a mamá, para que no pudiera decir que no. Ya vería qué bien iba a
salir. Después de todo – levantó un dedo
y recitó con aire solemne – “Una solo cumplía once años una vez en la vida,”
como escuchó alguna vez decir a mamá.
Si se organizaban bien, segurito
que podían hacerla en la noche. Se sentó en la orilla de la cama para alcanzar
su cuaderno de unicornios, tomó el lápiz con goma de Mickey Mouse y empezó a anotar
su lista de invitados.
Sintió que se caía del sillón y
despertó con una explosión de adrenalina, ahogando un gritito. Tensa, miró
rápidamente a su alrededor, una mano en el rosario que colgaba de su cuello, pero
todo estaba igual. Revisó las manecillas del reloj cucú junto a la puerta. Solo
habían pasado tres minutos desde que se sentó. Se secó el sudor de las manos en
el regazo, suspiró y creyó escuchar algo que la dejó inmóvil.
¿Qué había sido eso? Alguien
había pasado por el pasillo. Tal vez. No lo sabía. Exhaló, dejando escapar un
poco esa presión que sentía en la cabeza.
Fue al baño a mojarse la cara.
Todavía no amanecía, así que no había llegado la hora de dormir. La luz
amarilla del único foco en el techo le acentuaba las arrugas y las bolsas
negras de los ojos.
Ahora que ponía atención, podía
distinguir algo en esos ojos apagados, intensos, tristes. Algo que no podía
decir en voz alta.
Respiró profundamente y dejó
pasar varios segundos hasta que, con un temblor en la voz, le susurró a su
reflejo rápidamente, para no poder arrepentirse:
- TengomiedoGis.
Hizo otra
pausa y después corrigió, con más decisión:
- NO. Te tengo miedo, Gisela.
Y era cierto. Le tenía miedo a su
hija. Listo, ahí estaba. Finalmente lo había admitido. No se sintió más
tranquila, pero “un demonio nombrado es un demonio más fácilmente derrotado.”
Ya sabía por qué pedir en la misa de mañana.
En fin, ya casi era hora de
servir el desayuno. Más le valía mantenerse ocupada. Así no pensaría en cosas.
Terminó la lista justo a tiempo y
la dejó sobre su escritorio, justo encima de todo su tiradero, como decía mamá.
Emocionada, hizo un esfuerzo para contenerse y esperar, mientras los cerrojos
de su puerta se iban abriendo, uno por uno. Debía tener paciencia. Una señorita
no anda brincoteando por todos lados, por más emocionada que esté. Aunque tenga
hambre.
Se abrió el último pasador de la
puerta.
- ¿Todavía tiene gatitos en
adopción, Don Julio?
- Buenas noches, Doña Gisela.
Sí, nos quedan dos pequeños y la mamá. Ya estaba a punto de cerrar. ¿Qué, viene
por otro?
- Sí, si no es mucha molestia.
Fíjese que el que me llevé ayer le encantó a mi sobrinito y se lo tuve que
regalar. Lo bueno es que no me había encariñado todavía con él. ¿Cómo ve? Va a
decir que me estoy volviendo una señora de los gatos, pero es que me siento muy
sola desde que perdí a mi Gis. Necesito a alguien que me reciba en la casa, y
no me gusta llegar al departamento vacío y que esté todo en silencio.
- Lo sé, y claro que lo recuerdo. Lo
siento mucho, Doña Gisela. Sé que es difícil. Escoja el que quiera. Van a estar
mucho mejor con usted que encerrados en esta jaula.
- Muchas gracias, Don Julio. No
quisiera separar a los gatitos de su mamá. ¿Está bien si me llevo a los tres?
- Claro, no hay problema.
Faltaba más. Solo recuerde de traerlos cuando cumplan los tres meses para
operarlos. ¿Va a querer un costalito de comida?
- No, no hace falta. Así está
bien, gracias. Todavía tengo. ¿Cuánto va a ser?
- No se preocupe por eso, con
que vayan a estar bien con usted me basta. Solo cuídelos bien, que ya se le han
perdido muchos. Hoy por usted, mañana por mí. Van a acompañarla años y años, ya
verá que todo va a estar mejor.
Ella sonrió, los ojos hundidos
delatando su tristeza. “Dios lo oiga, Don Julio. Dios lo oiga,” susurró.
Gis terminó de desayunar y puso
el resto de vuelta en el plato, confundida. No entendía por qué mamá no se
había alegrado con su plan. ¡Si era perfecto! Ni siquiera había invitado a todo
su salón, para que no fuera tan caro. Ahora que lo pensaba, sí la veía
preocupada por algo. Estrés, seguramente. Eso lo decían los adultos para todo.
En fin, ya se preocuparía de eso
en la noche y seguiría planeando la fiesta perfecta. Moría de sueño. Los párpados
le pesaban y el cuerpo ya no le respondía muy bien. La luz grisácea que se
colaba por debajo de las gruesas cortinas revelaba que estaba a punto de
amanecer. Recordó revisar que estuvieran bien cerradas antes de caer rendida
sobre la cama, mientras una pesada niebla invadía sus pensamientos.
Durmió el sueño de los inocentes.
Después de esperar unos minutos a que terminara de amanecer, volvió
a entrar para recoger el plato de Gis y se quedó viendo al cuaderno abierto
sobre el escritorio. El dibujo de la piñata la hizo sonreír con una tristeza
infinita. Así como el año pasado y el anterior a ése, tenía que pensar cómo
convencerla de olvidarse de la fiesta. Afortunadamente, desde el cambio, parece
que Gis recordaba el paso de los días como si todos fueran iguales y todavía creía que apenas
acababa de dejar de ir a la escuela por enfermedad.
Claro que también había días
malos, y era cuando no podía olvidarse de cerrar la puerta y la ventana con
todos los pasadores, para que no fuera a pasar otra vez el desastre de hace dos
años en el departamento de abajo. Y más, si finalmente habían logrado rentarlo
nuevamente. Parece que en estos días llegarían los nuevos vecinos.
Tomó el plato con el gato seco,
ya sin sangre, y cerró la puerta con un gesto ausente. Tenía que apresurarse a
echarlo con el resto de los desperdicios orgánicos antes de que pasara el
camión de la basura.
Besó, pensativa, la cruz de su
rosario.
- Efectivamente, lo que fuera por nuestros hijos, padre. Lo que fuera.
Afuera, un nuevo día había
comenzado.