Basado en hechos reales.
Había pocas, muy pocas cosas con
las que Libius Tacitus se amedrentaba, y esto lo tomaba a modo de orgullo
personal. ¡Y vaya que había visto cosas! Había luchado del lado perdedor y sobrevivido a la conquista de
Cártago doce años antes por parte de los 80,000 soldados Vándalos de Gaiseric.
Fue entonces cuando decidió dedicarse al arte de la diplomacia y así poder
influenciar el resultado de hechos históricos como aquel, sin tomar realmente
parte en la batalla. Que eso lo hagan
los soldados dispuestos a sacrificar sus vidas por los ideales de sus
generales. No, lo suyo era mover las
cosas detrás de los escenarios, como decían los griegos.
Muchos años transcurridos,
lealtades traicionadas y enemigos comprados después, fue designado parte de la
delegación enviada por el Emperador a evaluar la situación de la Galia tras el
paso de las hordas de Atila, rey de los hunos. El panorama era devastador: la
mayoría de las ciudades principales, saqueadas; aldeas quemadas y campos
arrasados. Los invasores desollaron a quienes se resistieron, se llevaron a las
mujeres y dejaron a los niños y ancianos para morir de hambre. La fama de Atila
estaba más que justificada y así lo reportó a su regreso a Roma.
La noche anterior, Libius Tacitus
apenas había logrado conciliar el sueño. No es que tuviera miedo. Más bien, era
ese nerviosismo que lo invadía por saber que su vida y el futuro del Imperio se
decidirían con la primera luz del amanecer. Como enviado del Papa León, había
recibido el honor de escuchar la respuesta inicial de Atila a la oferta de no saquear
Roma a cambio de un enorme tributo. Ahora, había llegado el momento. Un jinete
lo esperaba a la entrada de su tienda para acompañarlo hasta la tienda más
grande del campamento huno. Aún a pesar de ser considerado un bárbaro, era
claro que Atila era un rey que respetaba el protocolo: el día anterior había
mandado personalmente a Elac, uno de sus hijos, a recibir a la comitiva
papal. Después de una abundante cena de
carne de caballo y leche de yegua fermentada, habían escoltado a cada uno de los
cuatro embajadores a una tienda personal. Atila los recibiría en la mañana.
La seguridad con la que había
salido de Roma hacia Mantua, donde acampaba el ejército invasor, se había
evaporado. El Papa pensaba que un bárbaro como Atila se conformaría con un
tributo simbólico; aun así, había triplicado su oferta inicial. Ahora, Libius
Tacitus ya no estaba tan seguro de compartir la confianza de León Magno. Al
acercarse a la tienda principal lo asaltaron los olores del campamento:
caballo, estiércol, grasa, tierra, orines, mientras pensaba en la mejor manera
de dirigirse al rey. Un gruñido incomprensible de su guía lo sacó de su
ensimismamiento. Se habían detenido
frente a la tienda de Atila. Libius
Tacitus se enderezó, se sacudió la túnica y se preparó a ser presentado ante el
rey de los hunos, cuando se dio cuenta de que se había manchado las sandalias.
De hecho, estaba de pie sobre un charco. ¡Qué desagradables eran estos
bárbaros, que podían orinarse en donde fuera! Con un gesto de desaprobación,
dio un paso hacia atrás para sacudirse y, al hacerlo, chocó con su escolta, que presumía una sonrisa irónica, satisfecha. No lo miraba a
los ojos, sino a unos soldados demasiado altos que hacían guardia a ambos lados
de la entrada de la tienda. Cuando Libius Tacitus levantó con recelo la mirada para comprobar qué tenía tan complacido al salvaje jinete, le tomó más de un momento
comprender lo que veía. No eran soldados gigantes lo que estaba frente a él, sino los
estandartes de comando del ejército clavados en el suelo, cruzados, con las telas
ondeando cual brazos, y las cabezas de los otros tres enviados del Papa
clavadas arriba, en las puntas, con las bocas colgantes y los ojos muy
abiertos.
Con una amplia sonrisa y un
ademán exagerado de bienvenida, su escolta apartó la tela de la entrada de la
tienda y le indicó con el brazo que pasara. Atila, rey de los hunos, estaba
sentado a la mitad de sus aposentos, sobre un suelo cubierto de pieles, con una
mirada fría y una espada ensangrentada clavada en el cofre del tributo que
había llevado la comitiva papal. A su alrededor se encontraban los enormes consejeros
del rey, también en silencio.
La tela de la entrada se cerró
detrás de él.
No comments:
Post a Comment