Hubo una vez un rayo de sol. Brillaba
persistentemente, llamándole, y a la vez se concentraba como si quisiera
heredarle su energía una vez que se hubiera ido. En el haz de luz flotaban,
elevándose imperceptiblemente, ligerísimas partículas, antiguas motas de polvo
que con su mismo movimiento daban una impresión de inmovilidad perpetua. El
rayo de sol siguió cayendo, iluminando, calentando. Nadie hubiera podido decir
por cuánto tiempo, aún si hubiera habido alguien para presenciarlo. Cayó sobre
las montañas, sobre los ríos, sobre las tierras fértiles, sobre los bosques. Cayó
sobre los mares, sobre las nubes, sobre la lluvia, sobre la luna y sobre el
sol.
Cayó sobre cada parte de él,
insistentemente.
Y entonces el mundo se calentó,
en una era tras otra de calor abrasador y luz inclemente.
Pero no lo despertó.
Con lo inevitable del tiempo y
con la velocidad de las estaciones, el rayo de sol llamó su atención. Y, al cumplir
su cometido, lo hizo suspirar entre sueños, un suspiro lento y pausado, que
duró más de lo que cualquier vida vivida por hombre ha durado antes y desde
entonces.
Y entonces grandes ventiscas se
desataron, huracanes inundaron las tierras fértiles, y suaves brisas
recorrieron el mundo.
El esbozo de una idea se filtró
entre sus pensamientos dormidos, entre los girasoles meciéndose al viento,
entre las mariposas levantando el vuelo. Y muy lentamente Pan-ku, el creador
del mundo, quien nació de un huevo y separó el yin del yang y los mantuvo
separados mientras se volvieron el cielo y la tierra, quien murió para que el
mundo se creara a partir de los restos de su cuerpo, sonrió.
Tal vez ya era tiempo de dejar de
estar dormido.
Los volcanes
escupieron fuego y rocas y muerte. Y las nieves arriba en las montañas cayeron
en avalanchas, sepultando los bosques. Y las olas en los mares inundaron las
tierras de los hombres.
Tal vez, pero todavía no. Primero
debía descansar.
Y entonces los bosques
renacieron, los pastos florecieron, y las aves aprendieron nuevas canciones.
Y Pan-ku, aquel que por 18,000
años sostuvo los cielos, siguió con su sueño, con su muerte y con su espera.
Y descansó.
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