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El peor día de mi vida

El 19 de septiembre de 1985 fue el peor día de mi vida. Mis recuerdos de ese día están ligados a una lluvia muy fuerte de la noche anter...

Monday, August 28, 2017

Torquemada. Fantasía histórica

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- Castigo corpus.
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- Castigo corpus.
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- Castigo corpus meum et in servitutem redigo in Dominum, -dijo finalmente, con total devoción.
Puso el flagelo en el piso, junto a sus rodillas, no sin antes limpiarle fervorosamente la sangre. Dejarla sería una muestra de vanidad por haber soportado sin quejarse. Se cubrió la espalda con cuidado.
Había hecho mal en sentirse orgulloso, y lo sabía. No importaba que los Reyes Católicos hubieran sobreseído la iniciativa de fray Hernando de Talavera y lo hubieran nombrado a él, Tomás, Inquisidor General. El orgullo era pecado. Pero se había arrepentido y ahora estaba purificado. Además, portaba en la cintura el incómodo cilicio de alambre por debajo de la túnica, como penitencia.
No sin mucho trabajo, se puso de pie. Tras toda una vida de dedicación a la orden de los dominicos, a sus 62 años sus rodillas se quejaban cuando se levantaba de esa posición. Crujieron, pero él no se quejó.
Tomó el sencillo crucifijo de madera de la pared y salió de su austera celda. Notó que sus sandalias hacían un ruido peculiar, como si se hubieran roto y arrastraran una correa. Todavía no era correcto desear unas sandalias nuevas, cuando el Señor había caminado cuarenta días en el desierto con las suyas. Inmediatamente, trató de borrar esto de su mente. ¡No era correcto compararse con Jesús! (¡alabado sea su Nombre!) Por un momento, consideró regresar a su celda por otros doce flagelos – el número de los apóstoles – pero eso tendría que esperar. Era imperativo ver a los reyes. Se ciñó más el cilicio y, con una punzada de dolor, sintió cómo perforaba la piel de su cintura. Bien. Con eso bastaría.
Con paso firme, Tomás de Torquemada, Inquisidor General del Santo Oficio, entró al salón del trono, sin esperar a ser anunciado. ¡Qué frivolidad! Siempre había considerado las ceremonias reales como una pérdida de tiempo, que bien podría ser mejor aprovechado dedicado a la meditación y al arrepentimiento. En fin. El rey Fernando y la reina Isabel parecían desconcertados. Era claro que ya sabían que él estaba en completo desacuerdo con la situación y era obvio que no sabían cómo reaccionaría él.
- Sus majestades, -dijo, inclinando levemente la cabeza.
Los reyes asintieron con la cabeza, invitándole a hablar.
Levantó su crucifijo por encima de su cabeza, asegurándose que todos en el salón lo identificaran.
- La misión que vuestras reales personas encargaron a este humilde siervo de Dios fue la de definir los objetivos y organizar los métodos del Santo Oficio. Para este fin, hemos perseguido y enjuiciado a muchos malos católicos y falsos conversos. Pero han llegado a mis oídos hechos que la corona ha tenido a bien dar por sentados, cual si de una simple casa mercantil se tratase.
- ¡Los judíos conversos están ofreciendo tesoros y propiedades a la corona para evitar que la Inquisición los investigue! ¡Pretenden comprar el favor divino! ¡Esto es inaceptable!
Mientras hablaba, agitaba el crucifijo, puntuando sus palabras.
- Señores, aquí traigo a Jesucristo, a quien Judas vendió por 30 dineros y entregó a sus perseguidores; si os parece bien, vendedle vosotros por más precio y entregadle a sus enemigos, que yo me descargo de este oficio; vosotros daréis a Dios cuentas de vuestro contrato.
Y dejándoles el crucifijo, abandonó el palacio.

Un par de horas después, un paje lo encontró. Interrumpiendo sus oraciones de la hora nona, le comunicó la decisión de sus majestades Don Fernando y Doña Isabel: Todos los judíos conversos de los que se dudara probidad, serían sujetos a ser investigados por la Inquisición.
Tomás de Torquemada sonrió, satisfecho. En su celda, lo esperaban más flagelaciones. La vanidad era pecado.

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