…10
- Castigo corpus.
…11
- Castigo corpus.
…12
- Castigo corpus meum et in
servitutem redigo in Dominum, -dijo finalmente, con total devoción.
Puso el flagelo en el piso, junto
a sus rodillas, no sin antes limpiarle fervorosamente la sangre. Dejarla sería una muestra de
vanidad por haber soportado sin quejarse. Se cubrió la espalda con cuidado.
Había hecho mal en sentirse
orgulloso, y lo sabía. No importaba que los Reyes Católicos hubieran sobreseído
la iniciativa de fray Hernando de Talavera y lo hubieran nombrado a él, Tomás,
Inquisidor General. El orgullo era pecado. Pero se había arrepentido y ahora estaba
purificado. Además, portaba en la cintura el incómodo cilicio de alambre por debajo de la
túnica, como penitencia.
No sin mucho trabajo, se puso de
pie. Tras toda una vida de dedicación a la orden de los dominicos, a sus 62
años sus rodillas se quejaban cuando se levantaba de esa posición. Crujieron, pero él no se quejó.
Tomó el sencillo crucifijo de
madera de la pared y salió de su austera celda. Notó que sus sandalias hacían
un ruido peculiar, como si se hubieran roto y arrastraran una correa. Todavía no
era correcto desear unas sandalias nuevas, cuando el Señor había caminado
cuarenta días en el desierto con las suyas. Inmediatamente, trató de borrar
esto de su mente. ¡No era correcto compararse con Jesús! (¡alabado sea su
Nombre!) Por un momento, consideró regresar a su celda por otros doce flagelos
– el número de los apóstoles – pero eso tendría que esperar. Era imperativo ver
a los reyes. Se ciñó más el cilicio y, con una punzada de dolor, sintió cómo perforaba la piel de su
cintura. Bien. Con eso bastaría.
Con paso firme, Tomás de
Torquemada, Inquisidor General del Santo Oficio, entró al salón del trono, sin
esperar a ser anunciado. ¡Qué frivolidad! Siempre había considerado las
ceremonias reales como una pérdida de tiempo, que bien podría ser mejor
aprovechado dedicado a la meditación y al arrepentimiento. En fin. El rey
Fernando y la reina Isabel parecían desconcertados. Era claro que ya sabían que
él estaba en completo desacuerdo con la situación y era obvio que no sabían
cómo reaccionaría él.
- Sus majestades, -dijo,
inclinando levemente la cabeza.
Los reyes asintieron con la
cabeza, invitándole a hablar.
Levantó su crucifijo por encima
de su cabeza, asegurándose que todos en el salón lo identificaran.
- La misión que vuestras reales
personas encargaron a este humilde siervo de Dios fue la de definir los
objetivos y organizar los métodos del Santo Oficio. Para este fin, hemos
perseguido y enjuiciado a muchos malos católicos y falsos conversos. Pero han
llegado a mis oídos hechos que la corona ha tenido a bien dar por sentados,
cual si de una simple casa mercantil se tratase.
- ¡Los judíos conversos están
ofreciendo tesoros y propiedades a la corona para evitar que la Inquisición los
investigue! ¡Pretenden comprar el favor divino! ¡Esto es inaceptable!
Mientras
hablaba, agitaba el crucifijo, puntuando sus palabras.
- Señores, aquí traigo a
Jesucristo, a quien Judas vendió por 30 dineros y entregó a sus perseguidores;
si os parece bien, vendedle vosotros por más precio y entregadle a sus
enemigos, que yo me descargo de este oficio; vosotros daréis a Dios cuentas de
vuestro contrato.
Y dejándoles el crucifijo,
abandonó el palacio.
Un par de horas después, un paje
lo encontró. Interrumpiendo sus oraciones de la hora nona, le comunicó la
decisión de sus majestades Don Fernando y Doña Isabel: Todos los judíos
conversos de los que se dudara probidad, serían sujetos a ser investigados por
la Inquisición.
Tomás de Torquemada sonrió,
satisfecho. En su celda, lo esperaban más flagelaciones. La vanidad era pecado.
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