Despertó muy lenta, pero
inevitablemente, como una gran tormenta que se aproxima y apenas se puede
percibir en el viento. ¿Qué la despertó? Hambre. Mucha hambre. Más fuerte aún
que el sueño inquieto que hacía que se moviera, intranquila, haciendo estremecer
la montaña entera. Eso, y un olor ligeramente acre. Ése olor que, una vez que
se ha probado, nunca se olvida. Olor a humano.
Se apeó del caballo y le examinó
la pata. No se veía muy bien. ¡Maldito sendero de piedras! Podría haber tomado
la ruta alrededor de la montaña, pero se dejó llevar por las promesas del gran
tesoro que obtendría y tomó la ruta más directa, hasta donde el bosque
terminaba e iniciaba el páramo desolado. Tendría que continuar subiendo a pie. Ató
las riendas de su yegua a un árbol bajo, cuidando de dejar que alcanzara
suficientes hierbas para comer y terminó de ponerse su armadura. Una vez más, no le
importó que las alforjas estuvieran vacías. Regresarían rebosantes de oro,
estaba seguro de eso. Además, ¿qué tan difícil podría ser? Distraído, sintió un
ligero estremecimiento del suelo. Mmmh… Tal vez un derrumbe cercano.
Trató de ignorar el aroma.
Todavía era muy tenue y no quería tener que levantarse. Seguramente ni siquiera
valdría la pena. Se enroscó más sobre su cola, agitando las escamas para sentir
cómo se deslizaban las monedas sobre ella, como un manantial de oro. No, ni el
frío del metal la distrajo. Abrió los ojos, se limpió los párpados internos con
un lento movimiento de su larga lengua y estiró las puntas de las alas hacia atrás, para terminar de
despertarse. Con una agilidad imposible para algo de su tamaño, se puso de pie
en un solo movimiento fluido. En medio de un sonido parecido a un gran susurro,
las monedas terminaron de caer a su alrededor.
Ya. Había despertado. Alguien
tendría que pagarlo.
Por enésima vez, se tropezó con
una roca al subir. Todo hubiera sido mucho más sencillo si alguno de los
habitantes del pueblo se hubiera ofrecido como guía. Claro que la armadura
metálica no ayudaba. Y no era precisamente silenciosa. Hace ya varias caídas que
se había resignado a no pasar desapercibido. Pero, como todo gran héroe sabe,
con una gran espada en el cinturón… (¡Ouch! ¡Otra vez! ¡Maldita espada
estorbosa!… ¡Está bien!, no en el cinturón: en la mano…) nadie necesita ser
silencioso como una sombra.
¡Clank!
El intruso hacía cada vez más
ruido. Era evidente su falta de
experiencia. Además, olía a miedo. Suspiró y exhaló una tenue nube de aire
caliente. Si seguía esperándolo, nunca iba a llegar. Con las alas replegadas,
se deslizó sin perturbar ni un guijarro hacia la entrada secundaria de la
cueva.
Hablando de sombras, esa zona
oscura de allá adelante no era otra pared impasable de roca. Parecía la entrada
de una cueva. ¡Finalmente! Y era bastante grande. Hasta podría haber entrado
montando, si tan solo la tonta yegua no se hubiera lastimado la pata allá
abajo. El musgo de las rocas estaba
chamuscado y seco conforme se acercaba. ¡Bestia estúpida! Ni siquiera podía
controlar su fuego lo suficiente para mantener oculta su guarida. Se limpió el
sudor de la frente con la manga. O lo intentó, porque en el movimiento se pegó
en el pómulo con la guarda de la espada. ¡Tonto! Está bien, lo admitía. Estaba
un poco nervioso. Y no lo había notado antes, pero hacía demasiado calor en esta parte de la montaña. Tal
vez era hora de pensar en una estrategia de ataque.
El intruso caminó torpemente
hacia la entrada de la cueva. No quería sorprenderlo. Quería disfrutar su
pánico, y por eso lo esperaba, acurrucada y disfrutando de los rayos del sol,
viéndolo acercarse desde arriba. ¡Pero él ni siquiera se
detuvo a mirar a su alrededor! Esto ya era una falta de respeto. Respiró
profundamente, haciendo despertar el fuego en su pecho. De un poderoso salto
hacia arriba con sus poderosas piernas, tomó impulso, desplegó sus alas
escarlatas en toda su magnificencia, abrió el hocico y exhaló.
Algo lo hizo voltear hacia
arriba. Tal vez fue el movimiento que captó con el rabillo del ojo. O el súbito
viento y el sonido de un poderoso aleteo. Algo imposiblemente grande bloqueaba
el sol. Casi por reflejo, levantó la espada, tratando de protegerse. Pero no
tuvo tiempo porque, en medio de un rugido ensordecedor, una ardiente muerte
líquida cayó sobre él.
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