Cerca de Aleria, isla de Córsica.
Marcus Messalino, decurión a
cargo de la guarnición romana de Aleria, se detuvo a secarse el sudor de la
frente debajo de un olivo. Entre sus ramas alcanzaba a ver el Monte Cinto,
majestuoso en su altura. La cumbre más alta de la isla parecía que lo retaba a
alcanzar su cima. Pero no sería en esta ocasión. Al parecer, su camino lo
llevaría hasta sus faldas, pero no más arriba. Si todo salía bien, iría hacia
abajo en lugar de a las alturas.
Era un buen día, brillante y despejado,
como todos los días en las orillas del Mare Ligusticum. Sacó su gladius de su
cinturón y lo inspeccionó, recriminándose al descubrir un poco de sangre seca en uno de los filos. Mientras limpiaba la hoja lamentó
con pesar haber tenido que abandonar su montura. Las arpías habían atacado
demasiado rápido, sin aviso, y lo habían tomado por sorpresa. Había bajado de
su caballo para inspeccionar un estanque y determinar si era seguro para beber.
Y antes de poder volver a montar, media docena de esas bestias aladas, con
cuerpo de mujer y garras de ave, habían caído sobre el animal. Marcus Messalino
logró abatir a dos con su espada antes de tener que retroceder. De todas
formas, ya era demasiado tarde para salvarlo y ellas parecían estar más
enfocadas en comer que en voltear y atacarlo a él, así que aprovechó la
distracción y corrió.
Terminó de darle mantenimiento a
su gladius (porque la espada es lo más valioso de cualquier soldado - de ella
dependía su vida) y, tras sacudir el polvo de sus sandalias contra un tronco seco, retomó la marcha,
sin dudar el rumbo. Aún sin caballo, la ruta estaba clara en su cabeza: tomar
el sendero de los pastos bajos, girar a la izquierda en el laurel alcanzado por
un rayo, cruzar los terrenos de pastoreo, llenar su pellejo de agua en el
arroyo y cruzarlo por ahí, para evitar las avispas, hasta el lugar donde haría
un fuego para pasar la noche. Tras su cena de pan, aceite de olivo e higos, se
tendió a dormir mirando las estrellas y esperando que la visión se repitiera.
Y así fue.
Al despertar, sabía que si
entraba por la segunda cueva que encontrara en la base del Monte Cinto, al
iluminarla la luz de la luna llena, saldría del otro lado cerca de Thessalonica,
en Macedonia. Que eso estuviera del otro lado del Imperio, a varios mares de
distancia, no le preocupaba ni le intrigaba. Así eran las visiones de los
dioses, y ¿quién era él para dudar de ellas? Tan solo necesitaba llevar una
garrafa de vino y todo le sería revelado a su tiempo. Con una plegaria para Jano,
Aquel-que-Ve-el-Futuro, volvió a emprender su camino hacia su destino
(cualquiera que éste fuera).
Toda su vida había estado rezando
por una oportunidad así. Ser alguien en este mundo y que los dioses se fijaran
en él. Y así había sido. Las visiones habían empezado hace un año. Sabía que su
camino tenía que empezar aquí, en Córsica, y había logrado que lo asignaran a
esta tranquila isla, en vez de a la campaña de la Galia del ejército del César. Mientras
pensaba en todo esto tuvo la suerte de cruzarse con unos pastores que le
vendieron la garrafa de vino que le faltaba. ¿Suerte? Él ya no creía en eso.
Ayuda divina, más bien.
Llegó la noche. Bajo la
brillante luz de la luna fue sencillo localizar la entrada de la cueva,
invisible durante el día. Entró, confiado, con una antorcha en una mano, espada
en la otra. Lentamente al principio, y más confiado conforme se adentraba en
las profundidades de la tierra, bajó durante horas, toda la noche y quizá más,
acompañado solamente por el sonido de sus pasos. Finalmente, su camino lo
llevó hasta una cámara dominada por un amplio espejo de agua, perfecto en su
inmovilidad.
- He llegado, Jano, tal como lo
ordenaste, -exclamó en la oscuridad del lugar sagrado, un ligero temblor en la
voz.
- VIERTE tuofrendaTUOFRENDA EN
EL AGUA, MARCUS MESSALINO.
La voz provenía de todos lados. Del agua, del techo
de roca, del aire, de dentro de él mismo. Aunque no era una sola voz, sino una
voz con eco. O dos voces simultáneas: una profunda y vieja, que parecía conocer
sus secretos, y otra que era más bien un susurro y que hacía pensar en que
sabía cosas aún más privadas. Sin titubear, cortó la cinta de cuero que sujetaba
la garrafa a su cintura y vació el vino en la poza.
- BIEN.
Hubo una pausa. Marcus imaginó
ver imágenes mezclándose en el agua, imágenes de su vida. Cosas que habían
pasado, cosas que estaban por venir y cosas que nunca habían sucedido. Estas últimas
lo desconcertaron un poco, pero no tuvo tiempo de pensar en ellas. Jano, señor
de los dos rostros, dios de las puertas, del pasado y del futuro, estaba frente
a él. Y al mismo tiempo, supo con toda certeza que también estaba detrás de él.
Pasado y futuro.
- ¿ES tufuturoTUPASADO LO QUE
BUSCAS? -preguntó Jano en un susurro frente a él y, a la vez, en una profunda
voz detrás de él, de tal manera que se mezclaron las palabras.
- ¡Salve, Jano, el que todo lo vio
y lo verá con sus dos rostros!, -dijo Marcus, postrándose en el suelo y
agachando la cabeza. - Lo que busco es mi destino.
-ENTONCES notedetengasREGRESA…
notedentengasREGRESAPORDONDEVINISTE…
entraalaguaynovuelvasYNOVUELVAS
LOS DIOSES ACEPTAN TU OFRENDA. ACEPTA TU DESTINO, -concluyó a una sola voz.
entraalaguaynovuelvasYNOVUELVAS
LOS DIOSES ACEPTAN TU OFRENDA. ACEPTA TU DESTINO, -concluyó a una sola voz.
Con esto, Marcus se incorporó, dio
un paso en el agua… y se encontró súbitamente bajo el rayo de sol, sobre la
playa, las olas lamiéndole las sandalias.
En la cueva, Janos sonrió y se
entristeció con sus dos caras, antes y ahora. Debió haberle advertido antes de
dejarlo marchar. Marcus era un joven bien intencionado, pero su destino no
pertenecía a Janos y lo mejor era dejarlo en las manos del muchacho. Y de las
Furias. Ellas siempre tenían el destino en sus manos. Él lo había visto. Y así
sería.