Abres los ojos, desorientada.
Usas ambas manos para levantarte
del montón de hojas secas en el que despiertas. Escuchas un zumbido metálico en
tu cabeza, y los sonidos del bosque suenan apagados. Con un resoplido te quitas
unas hebras de pasto de la nariz, observando a tu alrededor. El piso se siente
seco, por lo que te tomas tu tiempo. Sentada, te ajustas los guantes y el gorro
mientras evalúas tu situación. El aire se siente muy frío, pero por lo menos no
hay nieve. Bien. La luz es gris y apagada y alcanzas a ver unas densas nubes
entre las copas de los árboles. Falta poco para que anochezca y parece que va a
llover. Eso no es bueno. No estás segura cuánto tiempo te mantendrá caliente tu
chamarra si se moja.
Te invade un momento de pánico
cuando te das cuenta de que tampoco está tu mochila. Como estás en montaña, el
suelo está sumamente inclinado. Te pones de pie con cuidado y revisas en tus
bolsillos. Nada. Ni una barra energética, o una botella de agua. Ni siquiera tu
linterna. Encuentras una pequeña navaja suiza en tu bolsillo trasero izquierdo.
Claramente, no es suficiente. El zumbido en tu cabeza ya casi desaparece y se
empiezan a aclarar tus ideas.
No recuerdas por qué estás en
este claro en el bosque. Sabes que, en estos casos, lo más importante es no
caer en la desesperación, así que tratas de recordar cómo llegaste aquí. Nada,
en blanco. Respiras profundamente, para tranquilizarte. Seguramente te caíste
del sendero y te golpeaste la cabeza con un tronco o una piedra. Te revisas por
encima del gorro, pero no te duele nada. En fin.
Lo principal ahora es estar en
movimiento. Recuerdas uno de los consejos de Alex: “En la montaña, si no sabes dónde estás, ve hacia abajo y busca un
camino. Eventualmente encontrarás uno.”
- ¡ALEX! ¡ALEEEEEX! -gritas con
mucha potencia, usando tus manos como bocina. Pones mucha atención a la
respuesta. No hay ninguna. Seguramente te están buscando en otro lado. ¡Qué
frío! Te ajustas bien el botón del cuello y te cubres la nariz y la boca con
una mano, para calentar un poco el aire. ¿Y tu bufanda? Debes de haberla
perdido en la caída, pero no tienes tiempo de regresar a buscarla. Tienes que
aprovechar lo último de la luz del día.
Empiezas a caminar hacia abajo, con
pasos firmes y rápidos.
Con el aire frío y la caminata,
tu mente termina de despejarse. Recuerdas un poco. Dejaron el campamento todavía
bajo la luz de las estrellas, visibles entre las nubes, para poder llegar a la
cumbre antes del mediodía. Las tiendas de campaña se quedaron, junto con todo
lo que fuera peso extra, para recoger todo ya de regreso. Iban a buen paso – la
ventaja de que todo el grupo fuera experimentado. Pero, antes de llegar a la
cima, algo sucedió. Alguien tuvo un accidente y tuvieron que detenerse. O algo
así.
Llevas un buen ritmo, tal vez más
rápido de lo prudente. Bajas casi corriendo, ayudándote con los troncos de los
árboles: unas veces para frenarte y, otras, como palanca para cambiar de
dirección. Necesitas encontrar algún
sendero o algo reconocible mientras todavía lo puedas ver. Dejas un poco de tu
nerviosismo atrás y te concentras en tus movimientos: pasos largos, casi
brincando, para bajar, echando tu cuerpo para atrás y así conservar el
equilibrio, pisando con cuidado entre los mechones de pasto amarillo y
usándolos para amortiguar tus pisadas. Se siente bien. Sigues y sigues. Te
detienes un momento para recuperar el aliento. Es extraño, pero no estás
cansada ni acalorada. Al contrario, todavía tienes frío. Siempre se te ha hecho
curioso que, lo que de subida te tomó un par de horas y mucho esfuerzo, de
bajada lo haces en unos cuantos minutos. Aprovechas para volver a llamar.
- ¡ALEX! ¡ALEEEEEX!
Nada. Ni
siquiera el eco te responde.
La temperatura sigue bajando. A
lo lejos, muy arriba, se oye el eco de un par de truenos.
Recuerdas los relámpagos de
anoche. A la luz de la fogata y las historias, la tormenta se escuchaba muy
lejana. Probablemente no llegaría hasta acá, pero la montaña tiene su propio
clima, decía Alex.
- Hay que tratarla con respeto,
porque es caprichosa, -dijo.
Te reíste, provocándolo.
- ¿Caprichosa? Así le
dices a todas, ¿verdad?
Juguetona, le avientas el malvavisco que estabas
insertando en una varita.
- No, solo a las que se lo
merecen, -sonrió, mirándote directamente. - ¿A dónde vas?
- A quitarme las botas. Y por más
malvaviscos. Ése era el último.
Auch. La sonrisa que evocó el
recuerdo te parte el labio inferior, reseco por el frío. Valió la pena. Tienes
un gusto metálico y ligeramente dulce en la boca, como a lo que sabría el
arrepentimiento cuando faltas a tu palabra. Y sabes bien por qué. Un par de horas después de salir el sol,
todavía sin salir del bosque, se pelearon por cualquier tontería. No estás
segura si fue tu culpa, pero no hiciste nada por solucionarlo. Ahora, no sabes
si alguna vez podrás. ¿Dónde quedó el “Vamos a hablarlo todo, hasta
solucionarlo”? No. No hay que ser pesimista. Solo es cosa de encontrar el
camino, o el campamento. En el peor de los casos, podrías llegar hasta la base
de la montaña, al albergue. El problema es que no estás segura en qué dirección
está. Alex es el que se encargaba de eso y tú solo lo seguías. Si llegara a
pasar algo, podías utilizar el GPS de tu celular y seguir la aplicación de los
mapas topográficos de la zona. Claro, si tuvieras tu celular, que está ¿dónde?
En tu mochila.
¡Si tan solo te sentaste un
minuto a descansar! Ibas hasta atrás del grupo, cerrando la marcha. No querías
hablar con Alex. Ni siquiera querías que se disculpara. No ahora. Mejor que el
cansancio y el esfuerzo por subir se encargaran de ocupar tu mente. Caminando
en el sendero de pedrejones por donde subían ahora, sentiste que una de tus
botas no estaba bien ajustada. “¡Un momento!”, dijiste en voz alta justo cuando
alguien adelante hizo algún comentario gracioso y dos o tres se rieron.
Claramente, no te oyeron. No importa. Estaban llegando a la orilla de una
pequeña barranca e iban a tener que caminar más despacio para rodearla. Los
alcanzarías ahí.
Te sentaste en una roca grande,
te quitaste la bota y aprovechaste para ajustarte la calceta. Después, un poco
de agua y una foto mental del suelo de nubes a tus pies, dispersas un poco por
el sol de mediodía, los árboles asomándose por entre los espacios que dejaban.
Detrás de ti, la montaña, majestuosa y desafiante, con su paciencia infinita.
Las vistas así son, definitivamente, una de las mejores razones para subir
aquí. A tu alrededor ya no había bosque, tan solo hierba amarilla a la altura
de tus rodillas y esas malditas piedras sueltas que hacían más difícil pisar
firme y lastimaban los pies. Ya no veías a los últimos del grupo, pero todavía
oías sus voces. Tal vez alguno mencionó tu nombre. Momento de apurarse. Doble
nudo en la agujeta y listo.
- ¿Por qué siempre deben tener
doble nudo estas cosas? -te quejaste en voz alta, quitándote las botas y
aventándolas sobre tu bolsa de dormir.
- Porque si no, se aflojarían y
tendrías que volver a amarrarlas diez veces en un ascenso, -respondió Alex con
una sonrisa, asomándose desde afuera de la tienda de campaña. Odiabas que
siempre tuviera razón en esas cosas. - Ya, apúrate, que van a empezar con las
historias de fantasmas. A propósito, pusiste la tienda al revés.
Y desapareció
rápidamente, antes de que pudieras aventarle una bota en la cara.
¡Por supuesto que no estaba al
revés! Bueno, tal vez sí. ¿Había alguna regla que decía que la entrada de la
tienda siempre tenía que estar viendo hacia la fogata y no hacia afuera? Mmmh…
probablemente sí, en alguna guía de boy scouts. Pero así podías ver las
estrellas, sin que te deslumbrara el fuego… si no fuera por el techo de la tienda
y los árboles. ¿Y si durmieras con la cabeza afuera, viendo al cielo? Está
bien, sí estaba al revés. Pero no lo ibas a admitir tan fácilmente.
La barranca no era tan pequeña
como parecía. A esta altura tenía solamente unos diez metros de ancho, pero se
abría conforme bajaba por la ladera y llegaba lejos, hasta donde comenzaban los
árboles. Principalmente de arena suelta en el centro y rocas en las orillas,
sería una gran forma de bajar de no ser porque te acercaba demasiado al borde
de una caída vertical del otro lado, un poco más debajo de donde estabas. Se
veía fácil de cruzar de ser necesario, simplemente plantando los pies
firmemente en la arena, pero el grupo había subido por este borde. Ya te
llegaban sus voces. Podías escucharlos bromeando, probablemente detrás de esas
rocas grandes allá arriba. Debían de estar esperándote. Comenzaste a subir con
un poco de prisa, para no atrasar a todos.
- ¡Ya voy! ¡Espérenme! -Sujetaste
fuertemente una roca como apoyo y trepaste… pero se desmoronó entre tus dedos y
caíste hacia atrás, en medio de una lluvia de arena y piedras.
- Te tardaste mucho, -dijo Alex.
- No encontraba los malvaviscos. Y
no puede haber fogata sin malvaviscos, -respondiste, bajito para no interrumpir
la historia que ya estaba contando el guía. Viste esa sonrisa debajo de la
mirada regañona y sonreíste también. Sabías que muchas veces tenían prioridades
diferentes, pero eso era lo mejor, ¿no? Se complementaban.
Además, siempre iban a estar ahí
el uno para el otro.
Te sientes más sola que nunca,
con tanto frío que se te entumen los brazos. La montaña ya está en penumbra. Levantas la vista, buscando una esperanza
entre las ramas de los árboles; la parte baja de las nubes forma la superficie
de un mar en ebullición, dispuesto a caer sobre ti. Con el cielo tan cerrado y
sin luna o estrellas para iluminar el paisaje, te quedan pocos minutos a media
luz. Te abres paso entre arbustos y llegas al lecho seco de una caída de agua,
alfombrado con piedras en el centro. Un poco más abajo, el tronco de un árbol,
caído hace muchos ayeres, atraviesa tu camino. ¡Lo reconoces! ¡Ahí descansaron
en la mañana! Te apoyas en él con ambas manos y te dejas caer para colgarte y
pasar por debajo, pero está demasiado podrido – más de lo que recuerdas – y se
deshace con el movimiento. Caes rodando, para no golpearte con alguna roca. Tu
inercia te lleva sobre el borde del cauce y resbalas más allá sobre una capa de
agujas de pino y musgo. Cuando te levantas, no sabes dónde estás.
- ¡AAAARGHHHH! -le gritas al cielo,
desesperada, los puños en el pecho. - ¿HAY ALGUIEN AQUÍ?
El gris bosque se
traga tu llamado y te regresa un silencio angustiante. El cielo te contesta con
el eco de un trueno.
Volteas rápidamente a tu
alrededor. Nada. Las sombras se hacen más profundas cada vez. Alguien podría
estar sentado bajo alguna de ellas, mirándote en silencio, y nunca lo sabrías.
Das un par de vueltas, desorientada. Te llevas las manos a la cabeza y te
sientas un segundo, tratando de calmarte. Sientes como si tu corazón quisiera explotar
y salirse. Respiras profundamente una, dos veces. Ya. Todavía hay tiempo. Te
pones de pie y sigues, siempre hacia abajo.
- Y los siguió en silencio hasta
abajo, sin emitir… ni un solo ruido. Callada. Como. Una. Tumba.
La voz del
guía se volvió poco menos que un susurro. Todos en el círculo estaban atentos,
nerviosos, esperando saber qué pasaba. Tu malvavisco se derritió y cayó en el
fuego, olvidado en el momento. El guía continuó, midiendo sus palabras:
- Cuando
todos alcanzaron la seguridad de la fogata, ya sabían que estaban a salvo.
Nunca se atrevería a seguirlos hasta la luz. Se vieron a los ojos, inquietos
pero aliviados. Los seis habían podido regresar.
- ¿Seis? -dijo alguien, en un
murmullo casi imperceptible sobre el crujido de la madera encendida. Continuó, muy despacio...
- Pero. Si.
Solo. Éramos…
- ¡CINCOOO! -gritó el guía,
arrojando un puñado de polvos a la fogata y provocando una pequeña explosión.
Todos pegaron de alaridos. Tú hasta te caíste del tronco donde estabas sentada.
Qué risa.
Se te escapa una pequeña risa de
alivio cuando encuentras la tienda de campaña. Casi te pasas sin verla, hasta
que pisas algo que se siente diferente. Te agachas para analizarlo. Un pequeño
círculo de piedras con lo que parece madera quemada. Sí, se rompe entre tus
dedos. Son los restos de una fogata. Pero no es reciente. Y esa sombra de ahí…
¡una tienda de campaña! ¡Sí!
- ¿Hola? Necesito ayuda. ¿Hay
alguien?
Tu única respuesta es un
relámpago entre las nubes, justo sobre ti. En su breve destello alcanzas a ver
a tu alrededor y se congela la sonrisa en tu rostro. Esperas un poco más. Ahí,
otro rayo. Esto no es un campamento. Solo hay una tienda de campaña, pero está
maltratada y rota por el viento, deslavada y abandonada hace mucho tiempo. Te
dejas caer de rodillas junto al círculo de piedras. Tu angustia es absoluta. Ni
siquiera te salen lágrimas.
- Por favor, Alex, ¿dónde estás? -dices entre dientes, la cabeza baja. Cierras los puños entumidos con
desesperación, enterrándote las uñas. No sientes dolor, pero no vas a llorar. - Ayúdame, por favor. No me conviertas en un recuerdo.
Una sucesión de flashes te confirma
la llegada de la tormenta eléctrica, pero afortunadamente sigue sin caer una
gota de lluvia. A su luz, ves algo que te desconcierta: la entrada de la tienda
de campaña está hacia el otro lado. ¿Será la tuya? Recuerdas que acamparon muy
cerca del camino asfaltado, unos cien metros arriba.
Determinada a no rendirte y sin
tiempo para confirmar tu sospecha, caminas colina abajo a tientas entre los
árboles, con cuidado, esperando cada relámpago para ver hasta dónde puedes
avanzar. Después, te quedas quieta en la oscuridad, tiritando de frío y sintiéndote
miserable, hasta que el siguiente te alumbra y bajas otro poco. No sabes cuánto
tiempo continúas así hasta que sientes el suelo firme y horizontal. Te agachas
para tocarlo con la mano, porque ya no sientes los pies. Lo lograste. Ahora,
¿qué tan lejos estaban las cabañas? Recuerdas bien que caminaron como una hora
antes de alejarse de la carretera y acampar. Deben ser unos tres o cuatro
kilómetros. Perfecto.
Avanzas hacia la izquierda, un
poco más confiada. De repente, una oleada de pánico hace que te detengas en
seco. Con los latidos de tu corazón en los oídos, esperas. Extiendes la mano al
frente, tentando. Sientes vértigo. Y mucho frío. Una corriente de viento helado
te jala hacia adelante, pero te quedas quieta. Ahí, un rayo. Lo que alumbra te
deja helada, desde adentro. Frente a ti no hay nada más que una caída vertical.
Es imposible saber qué tan profunda es, pero las copas de los árboles están a
la altura de tu cabeza. Las puntas de tus botas se asoman sobre el borde.
Das un par de pasos hacia atrás,
muerta de miedo. Te llevas las manos al cuello, conteniendo un grito y tomas
aire a bocanadas. Sabes que, si comienzas a llorar, ya no pararás. “¿Por qué me
pasa esto?”, piensas. “¿No fui una buena persona?”
La carretera serpentea abrazando
las faldas de la montaña. Creías que sería más rápido que en el bosque, pero no
puedes arriesgarte, estando tan cerca de lograrlo. Das diez, doce pasos y te
detienes a esperar otro relámpago. Te orientas en un segundo, tratas de
aprenderte dónde está la próxima curva, caminas otro poco y aguardas al siguiente
destello. Otra y otra y otra vez. Caes en una rutina, pero es todo tan
estresante que te imaginas que no estás sola y no puedes hacer nada para
ahuyentar esa idea de tu mente. Sientes que las sombras te acompañan, atrás de
ti, a un susurro de distancia, esperando a que te detengas un poco más para abrazarte.
O tal vez aguarden el momento en el que estés tan cerca del albergue que te
sientas segura, y entonces te alcanzarán.
Y sigues adelante, sin atreverte
a voltear, más miserable y helada que antes. No puedes desperdiciar ni un
instante de luz.
No sabes cuánto llevas así, con
un sudor frío permanentemente en la espalda cuando, adelante, a una distancia
indeterminada, distingues un área cálida entre las copas de los árboles. ¡Sí! ¡El
resplandor de las luces de las cabañas! Te da un breve ataque de angustia
cuando ves que la carretera se desvía a la derecha y lo pierdes de vista. No
puedes arriesgarte a meterte otra vez al bosque y volver a perderte, así que te
quedas en el camino.
Un par de vueltas después,
reaparece la luz, ahora más cerca. Te animas a ir un poco más rápido, pero
tropiezas y te rasguñas la frente con la rama de un árbol en la cuneta. Casi
estás segura de que alguien detrás de ti sonrió, burlón. Das un paso hacia atrás
y te obligas a serenarte. Continúas sin permitirte confiarte, pero con una
anticipación por llegar que recorre todo tu cuerpo entumido. Te abrazas con
fuerza, para regresar la circulación a tus miembros y, cuando menos lo esperas,
sales de entre los árboles y llegas al albergue.
No hay nadie afuera. Hace
demasiado frío para eso. Olvidando las sombras detrás de ti, corres hacia la ventana
de la primera cabaña. Estás casi segura que es en ésta donde se quedaron y te
asomas adentro. ¡Ahí está Alex! De pie frente a la chimenea y dándote la
espalda, pero no hay manera de que lo confundas. ¡Es él! Pero no se ve
preocupado de que no estés ahí. Es más, parece que está contando la historia
del fantasma, en un susurro deliberado y lento. Todos lo ven con mucha
atención, sentados en la orilla de sus asientos, sin moverse. Eso es lo de
menos. ¡Llegaste!
Con un alivio infinito, te
abalanzas sobre la puerta y la abres de golpe, en el momento exacto en el que Alex
grita: “¡CINCOOO!”, levantando las manos para espantar a todos. Todos pegan de
alaridos y voltean a la puerta. Sería cómico de no ser por sus caras. Nadie
está aliviado de verte. Siguen espantados. Parece que no te reconocen. O no te
ven.
Instintivamente, Alex abraza a
alguien junto a él… ¿como protegiéndola? ¡Cómo se atreve! Estás a punto de
romper el silencio cuando la miras bien. ¡Es idéntica a ti! Bueno, casi. Es un
poco más alta que tú, el cabello más claro – como el de Alex – y sus rasgos son
un poco más finos, como… como… ¿los de tu hija? Pero ella es todavía una niña,
y la que tienes frente a ti estará rozando los dieciocho. No comprendes.
Ambos están viendo atrás de ti,
hacia la puerta. Alex la suelta y avanza en tu dirección, pero pasa a tu lado
sin hacerte caso y cierra la puerta, despacio. Cuando lo hace, y sin saber cómo
reaccionar, lo observas con atención. Está un poco más delgado y más canoso de
lo que recuerdas, con las entradas del pelo más amplias. Y en las arrugas de sus
ojos ves una tristeza que no había antes.
No puedes aceptar lo que ves
frente a ti. Es imposible que haya pasado tanto tiempo. Pero, efectivamente,
esa chica es tu hija.
Te das cuenta de que el fantasma
eres tú.
Impactada y sin saber qué está
pasando, los ojos se te llenan de lágrimas.
- Pero, pero... nunca pude despedirme, -susurras para ti. La escena frente a ti se nubla y
todo se pone oscuro.
Abres los ojos, desorientada.
Usas ambas manos para levantarte
del montón de hojas secas en el que despiertas. Escuchas un zumbido metálico en
tu cabeza, y los sonidos del bosque suenan apagados.
Con un resoplido te quitas unas
hebras de pasto de la nariz, observando a tu alrededor.