Sentada entre las ramas de una haya al otro lado del río, lo vio todo, desde el principio. El árbol, el sapo,
la niña, la tormenta.
El árbol, le contó su abuela,
había estado ahí desde siempre. Y se notaba. Era un olmo inmenso y no tenía más arboles
a su alrededor, como si quisiera demostrar su dominio en las colinas. Sus
raíces llegaban a la orilla del arroyo y era difícil saber cuál de los dos
había estado ahí primero. Parecía que el río necesitaba a ese árbol más que el
árbol a sus frías aguas. Seguramente las ramas del árbol alguna vez habían
llegado también hasta el viejo molino abandonado. Pero eso era antes. Ahora, el
árbol se moría. Sus ramas se han secado; las pocas hojas que le quedan se
aferran todavía, como si no hubieran sabido nunca cuándo debían haber caído y
ahora que es demasiado tarde no se deciden a hacerlo.
Pero ella sabía qué le había
pasado al árbol. Lo había visto. La
primera vez, fue hace varios años. Ella todavía era muy chica como para sorprenderse. Fue
junto al molino, cuando todavía la gente llevaba sus granos para
“enconvertirlos” en harina. Esa mañana el molinero había recibido a un
visitante. Desde donde ella estaba, parecía como si vistiera un abrigo de musgo
debajo de una barba pantanosa y un largo cabello verde. El molinero salió muy enojado, gesticulando y persiguiendo
al visitante hasta hacerlo saltar al río. Recogió unas rocas de la orilla y las
arrojó al agua, gritando: “¡Ya no más, entiende! ¡Esto es para ti,
disfrútalas!”. Ella no entendió qué pasaba, así que se quedó ahí y observó. Se
le daba muy bien eso de quedarse mucho tiempo quieta entre las ramas sin que
nadie la encontrara. Y justamente al medio día (lo supo porque fue el momento
en que las rocas del río dejaron de tener sombras), la corriente simplemente
dejó de pasar por la rueda del molino. Lentamente, el molino se detuvo por
última vez. El río no se había secado. Simplemente, decidió cambiar su
recorrido y dejar de pasar por ahí. Como si el molino hubiera sido construido un
par de brazas antes de donde debería haber estado. El molinero se mudó poco
después.
Ella nunca supo realmente qué
había sucedido, pero algo tenía muy claro: el río era de él, del visitante vestido de verde con una cara que te hacía
pensar en un sapo, aunque no era necesariamente fea. Además, ese rostro se le
hacía familiar. ¿Dónde lo había visto antes? Ahora que lo pensaba, se parecía a
alguien que a veces visitaba a su madre. No podía asegurarlo, porque ella siempre la
mandaba fuera de la casa antes de que él llegara, pero había alcanzado a verlo de reojo en un par de ocasiones. Ese andar disparejo era muy peculiar. En fin…
Hace un par de meses, lo volvió a
ver. Vio cómo salió lentamente del río, se estiró, se lamió el ojo izquierdo de un
lengüetazo y se acostó sobre una raíz del gran árbol a tomar el sol. Ahora
parecía más un sapo enorme, pero esa barba era difícil de olvidar. Ella se
quedó inmóvil, más que de costumbre. Después de un rato, el visitante… (o, más
bien, los hombres eran los visitantes,
razonó. Este era su hogar desde antes que llegáramos nosotros, con nuestros
molinos, nuestras iglesias, nuestros borregos y nuestras peleas). Después de un
rato, él (porque no sabía cómo
llamarlo. ¿Qué sería? ¡Seguramente un hada!) se estiró y caminó con calma por
las raíces, hacia el tronco, hasta desaparecer por el túnel que ella había
descubierto alguna vez. Era un túnel, sabía, que llegaba hasta lo más profundo
del árbol. Y algo le pasó al árbol. No supo cómo describirlo, pero le pareció
que se estremeció completo en un segundo. Y él ya no salió.
Al día siguiente, cuando ella
regresó a su escondite, el árbol parecía muerto, sin hojas en plena primavera.
Se atrevió a acercarse a la entrada del túnel, pero un olor espantoso le
impidió entrar, como si algo salido de un pantano se estuviera fermentando ahí
abajo. Mejor se alejó y regresó a su casa.
Regresaba cada dos o tres días,
pero no vio ningún cambio. Hoy, más por costumbre, estaba entre las ramas de su
árbol favorito cuando vio a alguien acercarse de colina abajo. Era una niña,
como de su edad y de su misma estatura, con un vestido verde de seda muy bonito, zapatos relucientes y una diadema. Llegó directamente al árbol viejo. Se detuvo un momento, como
dudando. Y es que había un gran charco de lodo alrededor del árbol.
Aparentemente no le importó. Como si estuviera en una misión, se sacó el
vestido por arriba de la cabeza y lo colocó cuidadosamente, junto con la diadema, en las ramas del árbol, quedándose en un sencillo fondo de
algodón y sus zapatos negros, muy brillantes. Abrió una bolsa de cuero que traía
con ella y sacó algo que parecían tres esferas de ámbar muy grandes. Las puso
de vuelta en la bolsa y, con mucha determinación, sin considerar que arruinaría
sus zapatos, entró a gatas en el túnel.
Con mucha curiosidad, decidió
esperar a que la niña saliera, aunque el cielo estuviera encapotado y empezaba a
retumbar. Una fría ráfaga tiró el vestido al lodo. ¡Qué lástima! ¡Tan bonito
que era! ¿Qué iría a hacer la niña? ¿Y por qué querría molestarlo a él? ¡Si no le hacía mal a nadie! Además,
¡estaba en su casa!
Se escuchó un rugido apagado,
como de un sapo enorme. ¿No sería un trueno distante? No, estaba segura que lo
había oído salir del árbol. ¡Ahí estaba otra vez! Después, por más que aguzó el
oído, nada.
La niña salió nuevamente,
completamente cubierta de ... algo. Lodo, tal vez. Se limpió la frente con el
dorso de la mano, buscó su vestido y, con una mirada resignada, lo levantó del
charco y se lo volvió a poner. Como el cielo seguía tronando, se fue corriendo
colina abajo y se perdió de vista.
¿Qué había pasado? De alguna
manera, la niña del vestido bonito debió haber matado al sapo-hada, estaba segura. Se
veía en la actitud de satisfacción de la niña. ¡Qué mal! ¡Eso no se hace! Mañana lo
averiguaría.
En fin, estaba comenzando a
llover. Unas gruesas gotas le cayeron sobre los ojos. Esta sería una tormenta
grande. Más valía apurarse, o la regañarían otra vez. De un lengüetazo se
limpió los ojos, brincó los tres metros que la separaban del suelo, y corrió
hacia su casa.