Adentro, ella prepara la cena
mientras lo espera a que vuelva de la tienda. Escucha que se abre la puerta y
se asoma desde la cocina.
- Perdón por haberte mandado a
estas horas, pero ya casi cerraban y yo, con mis reumas, no hubiera llegado. Ya
sabes que las escaleras me cuestan mucho trabajo.
- No te preocupes, cariño. Lo
bueno es que Don Luis tenía todo. Ten, te traje tu clavel blanco.
- ¡Ooh, viejito, te acordaste! ¡Gracias!
Ponlo en el florero, ahí donde está el otro clavel que compré en la mañana.
Ella, a sus más de ochenta años, está
preparando una cena especial por su 40 aniversario. No de bodas, ni de novios,
sino de que se volvieron a encontrar y regresaron. Por sus propias razones, después
de varios años juntos, cada quien quiso ir por caminos separados y,
afortunadamente, no funcionó. Cuando se reencontraron por casualidad en la
calle un año después, bastaron una sonrisa y un tímido “Hola” simultáneo. Él
traía un clavel blanco en la mano – nunca le dijo para qué y ella no preguntó –
y se lo entregó, una lágrima en su mejilla. Ya hace cuarenta años de eso. Y,
como dicen en los cuentos de hadas, fueron felices para siempre.
Nada de esto es necesario
mencionar cada aniversario. Hay cosas que, tantos años después, todavía duelen
un poco.
- ¿Puedes prender la luz, por
favor, corazón? Tú que alcanzas desde ahí. Gracias. Es que ya se está
oscureciendo y mi vista no es lo que era antes.
- La mía tampoco, no te preocupes.
¿Has visto mi pipa? No sé dónde la dejé.
Ella le da su pipa, regañándolo
con que debe dejar de fumar, mientras él la llena de tabaco. Pero, como cada
aniversario, le acerca un cerillo y lo ayuda a encenderla. Aunque haga caras
por el humo, sonríe con complicidad. Siempre le ha gustado el olor a tabaco de
pipa, recién encendido. Le recuerda tanto a él.
- ¿Viste que reacomodé las
fotos? No sé dónde quedaron las últimas que nos sacaron, así que puse puras
fotos de nuestro primer viaje a Acapulco en los marcos de la repisa. Mañana que
ya no me duela la espalda voy a buscar en la caja de abajo, en el clóset. Ahí
deben de estar.
- Sí, eso estaba viendo. Se ven
muy bien las que tienen los marcos dorados de madera, ¿no crees?
- Justo en eso pensé. ¡Qué guapo
te veías de traje de baño, corazón!
Los dos se quedan un momento
contemplando la repisa llena de polvo, las fotos amarillentas. Ella inhala
profundamente, nostálgica.
- ¡Pero no has probado tu ponche,
cielo! Lo hice especial, como te gusta tanto, desde aquella vez hace cuarenta
años. Ah, ya se te enfrió. Pérame, te lo caliento.
- Muchas gracias, amor.
Ella regresa con la taza humeante,
balanceándola con un poco de trabajo y derramando unas gotas en el platito.
- ¡Au! Tal vez quedó demasiado
caliente, -dijo, chupándose un nudillo deformado por la artritis, salpicado de ponche.
- No te preocupes. Así está
perfecto. Siempre me has cuidado tanto. Gracias.
Ella deja la taza frente a él.
- Orita vengo, voy por la mía. Suena a que ya está hirviendo también.
Desde la cocina, ella sigue con la
conversación.
- ¿En serio? ¿Es en esa foto? De
eso sí que no me acuerdo. ¡Qué buena memoria tienes, para tu edad! ¿Seguro que
fue ahí? Ah, muy bien. No, no te oigo,
espérame tantito, ya casi termino de servir. Sí, tienes razón, es mucho trabajo
preparar una cena así. Pero solo es una vez al año, y vale la pena, ¿no crees?
Atrás de ella, el comedor está
oscuro. En la mesa, puesta para dos personas, con su mantelito a gancho y su florero
con un solitario clavel rojo, no hay nadie.
Apagada y fría, tirada en el
suelo, la pipa vacía es su única compañía.
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