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Tuesday, May 22, 2018

En el excusado

Entre los hombres, en la oficina, hay un código de etiqueta no escrito para ir al baño.
Si vas a orinar, tienes que dejar siempre, dentro de lo posible, un espacio vacío entre tú y tu vecino de al lado. Si hay, digamos, cuatro mingitorios y hay alguien en el primero, NO tomas el segundo. En todo caso, la regla más importante es: no voltear a los lados y, obviamente, no socializar en ese momento. Hay quien se encuentra a alguien al entrar, platican un poco y siguen hablando mientras hacen lo suyo. Eso queda un poco forzado – y, muy probablemente, incómodo para uno de los participantes – pero dentro de lo aceptable.
En los excusados, se conservan las mismas reglas, pero con estricto sentido de la individualidad. Esto es: NO hablas con el de al lado. Es más, haces lo posible por que no sepan quién está en el excusado vecino. Si logras conservar tu estado de inexistencia, fue una buena ida al baño.
Y si terminas antes que los demás, te apresuras a salir y lavarte las manos antes de que alguien más lo haga. Es tan incómodo platicar con el otro durante tu asunto, como encontrarlo en los lavabos y hacer como si no supieras quién hizo tanto ruido o usó tanto papel hace apenas tres minutos.
En mi nueva oficina esto no es solo etiqueta. Yo creo que es el factor por el que sigo en este mundo.
Les cuento.
De entrada, es un edificio atemporal. Por más que me he fijado, no logro identificar cuándo fue construido. Puede tener una o dos décadas, o dos siglos. Tiene muy buen mantenimiento, los elevadores son nuevos y todo es blanco, impecable. Más que oficinas, uno se queda con la impresión de estar en un laboratorio ultra secreto en medio de una película de espías. O de zombies.
Esa es otra cosa: casi nunca me topo con nadie. Salvo la recepcionista en la planta baja – una persona muy seria, vestida siempre de colores brillantes que contrastan con todo a su alrededor, relativamente joven y más bien guapa, pero lacónica a morir – podrías jurar que las oficinas no están ocupadas. Cada mañana es:
- Buenos días, señorita.
- M-jm.
- ¿No le tocó mucho tráfico para llegar? Estaba horrible. Dijeron que iba a haber manifestación.
- ¿Ajá?
- Ojalá no haga tanto calor hoy. Está de muerte.
- M-jm.
- Bueno, que tenga un buen día.
En fin, divago. Las blancas puertas de las oficinas, en cada piso, siempre están cerradas y ninguna está rotulada más que con un austero número. Las balastras son estúpidamente brillantes, pero nunca he visto a nadie de mantenimiento para quejarme. Afortunadamente solo estamos aquí temporalmente, en lo que terminan el diseño de nuestros HQ. Y siempre estoy solo. Soy el único representante de la compañía, por el momento. Somos una startup en proceso de reclutamiento, y mi tarea es asegurarme que siempre haya alguien que conteste el teléfono cuando piden informes. Sencillo.
Mencioné que no había visto a nadie, pero sí los oigo. Escucho el eco por los pasillos de puertas que se cierran, gente contestando el teléfono (aunque nunca logro escuchar qué contestan), el *clack* *clack* *clack* de tacones altos, alguna risa. Una vez, en Navidad, hasta el coro de un muy lejano “¡Feliz cumpleaños a ti!”
Esto me pone nervioso. Es como si fuera un edificio poblado por fantasmas que no se molestan en espantar.
Mentí cuando mencioné que no había visto a nadie. Bueno, tampoco puedo decir que sí. Verán, ir al baño es algo, digamos, especial.
La primera vez que pasó, llevaba yo como una semana aquí. Fui al excusado, me senté, y escuché que alguien entró. No, no exactamente. Oí la puerta abrirse y cerrarse, pero nada de pisadas que entraran. Después, la puerta del cubículo de al lado. Alguien entró, cerró, levantó la tapa y se sentó. Podría dejarlo así y ya y no decir nada al respecto, pero lo que vi fue algo que nunca antes había visto. El que entró iba descalzo, ¡y sus pies nunca tocaron el suelo! Lo vi reflejado en el azulejo blanco del piso, impecable: los pies descalzos, saliendo debajo de una túnica blanca, colgando a unos 15-20 centímetros del suelo. (¿Quién usa túnica hoy día?) Contuve un grito de asombro, pero logré conservar la etiqueta de inexistencia, sin revelar demasiado mi presencia. Digo, siempre sabes cuando el de al lado está ocupado, pero - por etiqueta - nunca haces nada al respecto. Estoy seguro que así fue para él también.
Esperé a que saliera antes de terminar. Oí cuando se lavó las manos, tomó papel del rollo para secarse, la bola de papel caer en el bote de basura y la puerta abrirse y cerrarse. Y ni una pisada.
Salí muy despacio y me asomé. Nada, como siempre.
Un par de días después, otra vez. Ahora sí se oían las pisadas, pero diminutas y rápidas, como de alguien muy pequeño. Y, efectivamente, ahí estaban esos pies. Pies de bebé, regordetes. Se subió con trabajo al excusado. Le colgaban, sin alcanzar a tocar el suelo. Salió, se lavó las manos - no me pregunten cómo alcanzó - y se fue.
¿Y ahora? Me pasa cada vez con más frecuencia. Veo los cascos del Diablo. Garras de dragón. Botas de soldado, escurriendo lodo. Una vez juraría que eran mis propios pies los que se sentaron al lado mío.
Pero nunca he sido descortés y quebrantado las leyes de etiqueta.
¿Preguntar "quién es"? No, señor.
Hay un lugar para todo.

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