- Acérquense todos, -dijo Lukasz, el guía. - El primer
relato será el mío.
El grupo se concentró un poco más alrededor del fuego,
muchos sujetando con ambas manos sus termos con café. Era una noche de
principios del otoño polaco, fría para la mayoría de los bronceados turistas
provenientes de lugares más cálidos. Lukasz arrojó un puñado de polvos
metálicos al fuego y una lluvia ascendente de chispas brillantes asombró a sus
oyentes. Sonrió, satisfecho. Era el momento perfecto para comenzar.
- Les voy a contar una historia tal y como me lo contó el
abuelo Lubo, que es, a su vez, como él recordaba que se la había contado su
abuelo Jarek.
- Jarek tenía una casa a la orilla del pueblo y vivía del
bosque: recolectaba madera y hongos silvestres, ponía trampas para vender
pieles de pequeños animales en otoño y de zorros blancos en invierno.
Una fría mañana de primavera escuchó a alguien bañándose en
el manantial que está en la base de aquella colina de allá, -señaló Lucasz con
la cabeza hacia una cumbre apenas visible en el cielo nocturno, recortado sobre
un fondo de estrellas. Varias miradas se dirigieron hacia allá, queriendo
imaginarse el lugar.
- Cuando se acercó a investigar (pues no era común que
alguien se metiera al agua helada), se encontró una piel de lobo junto al
estanque y a una bellísima mujer nadando desnuda. En ese momento recordó las
historias de los viejos de la aldea, así que rápidamente tomó la piel de lobo y
la escondió. Después, se presentó ante la veela (pues eso es lo que era la
mujer, un espíritu guerrero del bosque) y le dijo que él tenía su piel, así que
tendría que casarse con él. La veela no tuvo opción y aceptó.
- Vivieron varios años tranquilos y ella le dio dos hijos.
Eran niños fuertes y saludables, y la gente decía que también eran hijos del
bosque, porque nunca se enfermaban. Es más, a la fecha, sus descendientes son
mucho más resistentes que los demás a las enfermedades. Yo mismo, cinco
generaciones después, sufro de muy pocos resfriados, sin importar lo duro que
sea el invierno.
- Y, ¿qué pasó con la veela? -preguntó una turista de piel
bronceada y fuertes rasgos hindús.
- Se dice que nunca envejeció y que Janek, antes de morir,
le regresó la piel de lobo. Esperaba que la veela viera esto como un gesto de
amor y lo correspondiera cuidándolo en su lecho final. Pero, en cuanto recuperó
su piel, huyó y nunca se supo más de ella.
- Es una bella historia, pero no la creo, -dijo una turista
rusa de cabello rubio. -¿Cómo va a ser que lo haya dejado así, después de todos
esos años? ¿Y sus hijos? ¿Qué pasó con ellos?
- No se sabe, -respondió Lucasz. -Se fueron poco después, y
dejaron también a sus familias. Parece que eran demasiado apegados a su madre y
debieron haberla seguido a donde sea que se haya ido ella.
- Seguramente la veeela no abandonó a Janek, -insistió la
turista rusa. -Es más, podría asegurar que se fue para conseguir cómo curarlo
(por algo son seres mágicos, ¿no?), pero cuando regresó, ya era demasiado
tarde. Y ya no se quiso quedar, porque sin Janek su único hogar era el bosque.
Sus hijos se fueron con ella, porque también son seres de allá.
Lukasz trató de mirar con más detenimiento a la turista
rusa. Algo le resultaba conocido de ella. Y esa voz tan musical tenía un tono
casi mágico…
- Y lo que le quita toda credibilidad a tu historia es eso
de la piel de lobo, Lukasz. Así no fue. Era el plumaje de un cisne, mi
pequeño, -dijo la turista.
Lukasz se llevó la mano a su amuleto, colgado en su cuello
desde que tenía memoria. Era una pequeña bolsa cosida de cuero. Solo la había
abierto una vez y únicamente él sabía lo que contenía: una pequeña pluma de
cisne que le regaló su abuelo Lubo. ¿Cómo había sabido la turista…?
- La próxima vez cuenta la historia bien, hijo mío. Y
vendré a narrarte otra y otra más y a ver cómo estás. Porque, para algo es la
familia, ¿no?
Con estas palabras, la veela giró sobre sí misma y, en un solo movimiento fluido, se transformó en un hermoso cisne, que emprendió el vuelo… hacia la oscuridad, hacia la colina que ya no se veía en la noche de otoño, y hacia su estanque.
Con estas palabras, la veela giró sobre sí misma y, en un solo movimiento fluido, se transformó en un hermoso cisne, que emprendió el vuelo… hacia la oscuridad, hacia la colina que ya no se veía en la noche de otoño, y hacia su estanque.
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