Despertó, y el color se había
ido.
Amodorrado todavía, se sentó en
el borde de la cama unos minutos, como siempre, y miró la pantalla de su
celular. “Qué raro. Seguro no cargó bien y por eso se ve así. Ojalá no se
descomponga, que no tengo dinero para arreglarlo hasta la quincena,” pensó, medio
dormido. La luz que se filtraba del farol de la calle alrededor de la cortina
del pasillo también se veía algo apagada. Se talló ambos ojos con las palmas de
las manos y respiró profundo, obligándose a despertar.
Nada.
No fue sino hasta que miró hacia
la tele cuando sintió un poco de nerviosismo, como le pasaba cuando las cosas
no encajaban exactamente como deberían. La luz del convertidor del cable no
tenía color. Estaba apagado, pero el puntito de luz de siempre no era rojo,
sino gris. Se fijó mejor; tal vez lo dejó prendido y era verde y no lo había visto
bien.
No, era gris. Ni siquiera sabía
que la luz podía ser gris. Siempre había creído que, o era blanca o de colores.
¿Gris?
“Seguro es porque no cené
anoche,” razonó. Así que, antes de tomar su toalla para meterse a bañar, fue
al refri, le dio un par de tragos al bote de leche y una mordida a una manzana
– cuidando de lavarla primero, claro. No fue tan sencillo, porque no quiso
prender la luz hasta no tener algo en la panza.
Nada. Es más, la leche y la
manzana le supieron raras. Acartonadas. El reloj del microondas marcaba 6:55a, en números grises.
“Tal vez es muy temprano
todavía,” pensó. Se metió a la regadera sin prender la luz del baño. Estaba
amaneciendo, así que tampoco podía decirse que estuviera a oscuras. “Dicen que
el agua fría estimula la circulación.” Pero no, el agua tan fría solo sirvió
para acelerar su respiración, ponerlo a temblar y hacerlo sentir miserable. Eso
sí, se aseguró de que le cayera directamente en la cara y se talló los ojos más
de lo normal.
Nada. La luz gris del espejo lo
acompañó para peinarse y lavarse los dientes, con una pasta gris y sin sabor.
Es asombroso cómo uno puede llegar a extrañar de repente esos sabores que creía
que no le gustaban. Tampoco le dio mucha importancia. Iba bien con su tristeza
reciente.
Se vistió rápidamente, tratando
de acordarse de qué color era el traje, los calcetines y la corbata que eligió.
No quería que le diera la luz del sol al rato y darse cuenta de que iba de
café, negro y azul. Para estar más seguro, la camisa fue blanca.
Salió de su casa rumbo a la
parada del camión, viendo todo con asombro, pero sin querer parecer muy obvio.
La jacaranda de enfrente, que tanto le gustaba en esta época del año, era
prácticamente invisible sin sus verdes y morados. Los bordes grises de la
banqueta se confundían con el pavimento y casi tropezó. Cuando pasó frente a la
casa azul de la esquina, sintió un escalofrío. Siempre se imaginaba cómo sería
vivir en esa casita tan alegre, de vivos colores y con un arce protector enorme
que crecía en el patio de atrás y que se asomaba por detrás y por encima del techo. Hoy la
casa rezumaba una melancolía muy profunda, como si la vida se le hubiera ido
junto con el color.
Lo más triste de todo – sí, más
que la ahora insignificante jacaranda y que su casa de ensueño – eran las
nubes. Una de las cosas que más le gustaban de salir a trabajar a esta hora era
la explosión de colores en el cielo. En las dos cuadras que había hasta la
parada, el cielo cambiaba de azul profundo a violeta, rosa y naranja, y las
nubes hacían la vista todavía más espectacular, multiplicando tan bonito la
paleta de colores al punto de que una vez se le hizo tarde por detenerse
simplemente a contemplar, negándose a ignorar esa declaración a la vida que le
regalaba el cielo. Hoy, las pocas nubes parecían atrapadas en un cielo de
tormenta, aunque estuviera casi despejado. La sombra de una sonrisa se asomó a
sus labios. Parecía que el mundo lo acompañaba en su dolor y, dentro de su
tristeza, sintió un gramito de remordimiento.
Un sentimiento muy hondo de
vergüenza lo invadió. Desvió la vista hacia abajo y aceleró el paso.
Estaba casi seguro de que
solamente a él le había pasado esto de… como fuera que se llamara esto. ¿Sería
muy grave? Había escuchado que ciertos tipos de cáncer en el cerebro te
alteraban los sentidos, pero no sabía si sucedía así de rápido. ¿Sería cáncer?
¿Cuánto le quedaría por vivir? O también podía ser algo como diabetes. Dicen
que afecta la retina. O tal vez le metieron una droga en la comida. Porque en
la bebida, no. Hacía mucho que no iba a algún bar. La última vez fue con ella… Como
sea. Ya era tarde.
En el camión tuvo cuidado de no
mirar a nadie directamente. No quería que le cuestionaran, que supieran que él
sabía. Estaba seguro que podía verse en sus ojos que algo no estaba bien.
Además, si nadie se daba cuenta era menos real. Aun así, una muchacha debió
haber visto algo, porque lo buscaba desde su lugar, del otro lado del pasillo y
un lugar más atrás. Con el rabillo del ojo sentía su mirada en su nuca,
insistente, como exigiendo su atención. Se hizo el dormido y fue el primero en
levantarse al llegar a la base. Cuando se bajó, se arriesgó a mirar sobre su hombro. Y sí, ahí estaba ella. Lo extraño fue que su mirada no era acusatoria,
como lo esperaba, sino más bien había algo como una llamada de ayuda, de necesito-tu-empatía,
en esos ojos gris claro. Sin prestar más atención, se alejó.
El metro es un lugar solitario.
Por más lleno que vaya, todos están solos con sus pensamientos. Nadie se ve a
los ojos, nadie le sonríe a otro nadie. Perfecto para él. Bajó la vista,
suspiró y se hundió en sus recuerdos.
En el trabajo fue más fácil de lo que esperaba. Casi no habló, y los demás no esperaban que
lo hiciera. Absorto en sus hojas de cálculo, como cada cierre de mes, se limitó
a contestar con monosílabos y a desviar la mirada. Solo puso atención a los
demás al llegar, por si alguien comentaba qué había pasado con los colores,
como cuando tembló y la gente no dejó de hablar de eso en días, como si todos
no lo hubieran vivido también. Seguro no pasarían por alto la oportunidad de
hablar de algo así tan diferente.
Pero no. Y tampoco salió a comer.
Para la hora de la salida ya se había acostumbrado a su mundo gris. El excel
gris, google gris, su taza de café gris, sus correos grises, la luz gris de la
balastra gris brillante. La verdad, no era tan distinto de su vida últimamente.
Se fue a casa, solo.
Y gris.
En la noche, a la luz de la luna,
todo se ve plateado, diáfano, puro. Se desnuda, descorre las cortinas y abre la
ventana de su cuarto de par en par. La luna, llena, lo ilumina con una luz fría
al tacto, luz de plata y de mercurio, que hace que se le enchine la piel. Y lo
llama – como diciendo, curiosa: “¿Y esta
tristeza? ¿Es para mí?” No se siente alarmado, al contrario. Le gusta lo
que ve y tiene mucha curiosidad de averiguar qué sigue.
Poco a poco el mundo se va
haciendo más luminoso. No, no el mundo. Él. Toma el celular para ver si puede
sacar una foto. Tal vez la imagen de la foto no tenga esa aura fantasmal.
Cuando su mano se cierra sobre el celular, siente un escalofrío, como si un
fantasma hubiera pasado a través de él. Al segundo intento, logra sujetarlo,
aunque necesita toda su concentración. Parece que todo a su alrededor es cada vez menos
y menos real, y que la única realidad son él y ella, radiante y redonda y
¿feliz? en el cielo negro, negrísimo. Deja el celular. Ya no es importante.
Con cuidado, toma el vaso con
agua, iluminado por un brillante rayo de luna. Beberlo es llenar su cuerpo de
luna líquida, fría y serena. Ya no falta mucho. En cualquier momento. Hay tanta
luz…
El vaso cae al suelo, salpica y
rebota sobre la alfombra, en el cuarto vacío.
Esta vez, en esta casa, nadie
llora.